martes, 19 de octubre de 2010

La ciudad desde la mirada de un chico en silla de ruedas

Las calles de tierra, las zanjas, las rampas de los colectivos que no funcionan: todo el entorno hace que la discapacidad se acentúe. Foto:Luis Cetraro
ESCENA I: LA PROMESA. Vanina Zalazar vio la noticia en la tele y lloró: el intendente Mario Barletta anunciaba que Santa Fe ya contaba con los tres primeros colectivos con rampas para discapacitados. Lloró con alivio: ya no iba a tener que cargar a su hijo en brazos, subirlo, sentarlo, bajar, cargar la silla, subirla.
“Las nuevas unidades cuentan con un elevador especial, de accionamiento electrohidráulico. La elevación es automática, y se realiza por brazos tijeras, lo que garantiza estabilidad y seguridad en el ascenso. Los colectivos cuentan además con todo el equipamiento de seguridad para que los usuarios con alguna discapacidad puedan subir y descender solos”, aseguraban. Era abril de 2008: prometían que más adelante habría más coches. Para julio, ya eran seis líneas. “Este año, por primera vez en la historia de la ciudad, cada línea de colectivo cuenta con unidades especiales con rampas”, decía el sitio oficial de la Municipalidad en octubre de ese año.
ESCENA II: MIL HORAS. Hace tres meses, Vanina y su hijo esperaban en la Plaza del Soldado el cole para volver a casa. Eran las 9.30, habían ido temprano al centro a cobrar la pensión.
—¿Viene uno con rampa?
—Sí, señora, espere al de atrás.
Casi a las 10, al fin, asomó el coche especial.
—La rampa está rota, señora, no le hacen mantenimiento.
Cuando vio el colectivo irse, Vanina tuvo ganas de llorar, esta vez de bronca. Entonces ya no le interesó volver a casa: ya habían sido muchos los que le habían dado la misma respuesta. Se quedó en la plaza, empecinada en que iba a encontrar una rampa que funcionara. Pasaron tres horas: paró unidades de las líneas cinco, cuatro, catorce, ocho... “Ninguna rampa funcionaba, nunca sentí tanta indignación”, cuenta.
ESCENA III: LA EXCEPCIÓN. Una vez, Alexis encontró un colectivo para discapacitados en condiciones. Fue hace nueve meses: lo cuenta como una anécdota.
ESCENA IV: ESPEJISMO. Hace dos meses, resignados a que la rampa no llegaría nunca, Vanina, una amiga y Alexis esperaban el colectivo común en la cancha de Colón. Asomó en el horizonte un 14, la mujer le hizo señas y empezó a poner en marcha el operativo planificado: ella alzaba al chico, la amiga subía la silla. El micro aminoró la marcha, Vanina acomodó sus brazos en la espalda y las piernas de Ale, la amiga cerró la silla, y cuando levantaron la vista, vieron cómo el coche aceleraba de nuevo. “¡Se fue!”, repite, como quien no se convence.
ESCENA V: LA EXCEPCIÓN II. Una vez, un colectivero paró, se bajó del coche y la ayudó a subir la silla. “Hay gente con dignidad, con corazón. Es muy duro vivir así: es humillante. A Ale lo llevamos y lo traemos, pero cuántas personas están solas y dependen de que haya una rampa para poder moverse”, piensa la mujer.
ESCENA VI: PONER EN PALABRAS. Vanina abrió el número 55 de la revista La Búsqueda (proyecto de autogestión de jóvenes en situación de vulnerabilidad social) y vio el relato que hacía su hijo. Las lágrimas comenzaron a rodar por la calle de tierra. Ella, que reprimió cada insulto para que Alexis no se sintiera un peso, veía ahora cómo otros lograban tan impunemente ese efecto en su hijo. “Ni las calles, ni las veredas, ni los medios de transporte están preparados para mi realidad. Los remises y los taxis no me paran en la calle, y si lo hacen dicen que no tienen lugar, y siguen su camino sin importar que yo quede expuesto a la lluvia, al sol o al frío. Los colectivos no tienen rampa, y los que la tienen, las tienen destruidas, y prácticamente no puedo subir”, leyó la mamá, y se sintió impotente.
Cuando llueve, la discapacidad pesa más. Si para una persona que camina conseguir un taxi es un reto al sistema nervioso, para alguien en silla de ruedas es simplemente impensable. “Dicen que no tienen lugar en el baúl para la silla”, explica Alexis desde el comedor de su casa, donde abundan las estampitas de San Cayetano y las banderas de Colón.
CRUEL Y MUCHA
Un Bichi Fuertes tamaño real invita desde la puerta a pasar al dormitorio, poblado de hombres arañas y Ben 10. Tirado en una cama, Pablo, de 6 años, mira dibujitos. El padre está trabajando, como todos los días, de 7 a 17, en una obra en construcción.
Desde que era chico, cuando su discapacidad le quitó la sensibilidad de la cintura para abajo, los padres de Alexis supieron que la lucha contra el mundo no iba a ser fácil: fue cuando la Dirección de un jardín de infantes no lo quiso aceptar como alumno. “Le pido por favor que no lo prejuzgue. Yo voy a estar acompañándolo en todo”, fue la súplica de madre a directora. Dos semanas después, Vanina recibía un pedido de disculpas; dos años después, Ale recibía su diploma de preescolar y entraba a la escuela Quiroga como un chico más.
DISCAPACITAR
Según el último censo, realizado en 2001, hay 2.800.000 personas con discapacidad en la Argentina. Más allá de los números, para el licenciado Hugo Fiamberti (asesor en discapacidad en el Senado de la Nación) es necesario cambiar de paradigma: pasar del modelo médico vigente -que apunta a asistir a la persona discapacitada a partir del déficit, de lo que le falta, de lo que no tiene- al modelo social, desarrollado desde fines de los años ’60 en países como Gran Bretaña o España, y puesto en palabras en nuestras latitudes a partir de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, sancionada en 2008, a la que nuestro país adhirió.
Este texto parte de una base: la discapacidad se da por la interacción entre la persona que tiene un déficit y el entorno. “Cuantos más obstáculos se generen, más discapacidad se va a manifestar”, dice el experto.
Las veredas del barrio Chalet -angostas; hechas de tierra, yuyos y piedra- parecen ser el trabajo práctico de ese concepto teórico. El vía crucis cotidiano de Alexis se completa con las zanjas: se tapan seguido, el agua se desborda, lo cotidiano se vuelve imposible.
Algunas veces, cuando encuentra un asfalto liso sin mucho tránsito, Ale juega a cerrar los ojos y dejarse llevar, como si la silla no existiera, mientras su mamá lo mira de lejos. Dice que es lindo sentirse así de liviano.
NATALIA PANDOLFO
Fuente: El Litoral.com

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