lunes, 24 de octubre de 2011

De qué hablamos cuando hablamos de inclusión educativa?


Descripción de la imagen: niño con Síndrome de Down con guardapolvo y mochila escolar

Décadas de enunciaciones de principios, marchas y contramarchas, concepciones erróneas y formulaciones utópicas, tensiones ideológicas sin acciones acordes a lo que se busca, terminan por producir un efecto negativo en el tema inclusivo escolar, que siempre termina difiriendo hacia el futuro las necesidades actuales

Definiendo a priori la cuestión
“El término integración se basa en el supuesto de que se tomarán medidas adicionales para acoger a estudiantes considerados especiales en un sistema escolar que se mantiene básicamente inalterado.
Sin embargo, actualmente muchos países están dando un giro hacia la educación inclusiva, que se basa en el principio de reestructurar las escuelas con el fin de atender las necesidades de todos/as los estudiantes” (tomado de: “Aprendiendo de la diferencia: una guía de investigación en acción” / pág. 11-12. Enabling Education Network -EENET-. Universidad de Manchester - Reino Unido).
Poniéndonos en situación, ahora
Las dos ¿simples? definiciones anotadas a comienzos de esta página aspiran a presentar en breves trazos las diferencias entre las políticas e instituciones integracionistas, y las que sostienen la propuesta de la inclusión.
Sin embargo, y más allá de lo que conceptualmente pudiera sostenerse, el tema supera la mera distinción terminológica, para instalarse en la dimensión de lo que es hoy posible, a partir de lo que es hoy real.
Mucha agua ha corrido y sigue corriendo bajo el puente… al menos en la República Argentina, sobre cuya realidad he de centrar prioritariamente mi análisis. Quizás lectores avezados puedan hallar coincidencias y/o divergencias con respecto a la situación de otros países, en cuyo caso mucho estimaré el gesto de gentileza de dárnoslas a conocer.
Las ideas
La ideología de una educación plural, abierta para todos y sin restricciones por las diferencias de posibilidades que son propias de todas las personas, implica el deseo y la voluntad de construcción de una sociedad con justicia y posibilidad de incorporación activa de quienes son sus miembros.
Pero ha de tenerse en cuenta que -tanto a nivel comunitario en general, como educativo en particular- la verdadera justicia ha de entenderse superando aquel principio de “dar a todos por igual”, para instalarse en una propuesta de “dar a cada uno lo que necesita”.
Este cambio de mirada tiene un doble contenido: por una parte, reconoce las diferencias individuales que caracterizan a las personas, es decir, señala concretamente que el “todo social en común” se construye sobre la base de la diversidad; y, por otra, pone un alerta en el hecho de que dicha diversidad requiere de un complejo / completo sistema de distribución de las oportunidades de aprendizaje, de manera que éstas resulten accesibles a todos quienes son sus naturales destinatarios.
Considero que en los dos párrafos anteriores empieza a vislumbrarse la problemática -la dificultad- de la “puesta en práctica” de esa sociedad más justa y equitativa.
En efecto, tal postura resalta ya la tensión entre dos fuertes principios: el respeto por la “diferencia” y la necesidad de que ella no se instale como obstáculo para lograr “la comunidad” o para impedir la vinculación efectiva de quienes son los protagonistas.
Quienes “hemos vivido” en las escuelas, o formando parte del sistema educativo en diferentes instancias, conocemos la frecuente falta de respuesta equilibrada a tales extremos en tensión y sabemos -con mayor o menor grado de academicismo- que las respuestas a la misma han oscilado, como un péndulo, entre el extremo de conducir a la segregación cuando, de hecho, se acentúa la visión de las diferencias; o negar las diferencias cuando se privi-legia (la mayor parte de las veces, acríticamente), una postura de “igualdad social”; y digo “acríticamente”, por cuanto la igualdad social, la identidad entre uno y otro miembro de la comunidad, en realidad, no existe
El tema (¡y vaya tema!) es cómo conjugar ambos constructos (singularidad, persona, individualidad -por un lado- y comunidad, sociedad, participación plena -por otro lado-), lo que conduciría, en caso de lograrse, a un punto de equilibrio de nuestro imaginario “péndulo”, que no significa que el mismo se detenga, se inmovilice, sino que sus oscilaciones sean menos amplias y compensables en plazos breves.
De lo contrario, los plazos para pasar de uno a otro extremo de la oscilación seguirán tomando años (décadas, más bien), y el tiempo, en este caso, juega en contra de las generaciones de personas que atraviesan, como alumnos y docentes, al menos cada una de las formas del sistema educativo que son (o fueron en su momento) “actuales”.
Piénsese que -al menos en el sistema educativo argentino- la franja entendida como “educación obligatoria” suma 13 años. Si hablamos de “década/s” en la modificación y adecuación de estructuras, los resultados suelen ser de dos tipos:
a) Que un determinado niño se vea “atendido” por estructuras presumiblemente cambiantes en profundidad a lo largo de su trayectoria educativa (pero como “el péndulo se fue de un extremo al otro”, el cambio de estructuras en profundidad condiciona una variación de la direccionalidad y hasta de la intencionalidad pedagógica).
b) Que a lo largo de su trayectoria educativa no haya cambios en profundidad, con lo cual el resultado de la oferta educativa -y de los aprendizajes- resulta desactualizado a la hora de finalizar ese período obligatorio que el sistema propone e impone.
Y agreguemos una “c)”: sin contar con que los alumnos que caben en las posibilidades a) y b) son quienes han logrado superar las dificultades de un sistema que no suele favorecer la superación de sus mismas dificultades, y que no todos los que iniciaron su trayectoria educativa “como la ley manda” la completan “como la ley desea” (o mejor / peor dicho aún: que el número de quienes egresan del sistema con “escolaridad completa” es real, incómoda, acentuada e injustamente inferior al número de quienes ingresaron oportunamente).
(…Y ni qué decir de los docentes, la mayor parte de los cuales acredita más de 10 años de antigüedad, es decir, “formados en una cierta década” pero trabajando en un sistema “de la década siguiente, o de la subsiguiente”, con alumnos de esas “nuevas décadas” y sin registrarse en realidad actualizaciones sólidas, serias y responsables -de fondo- que les permitan ir promoviendo aprendizajes de mayor calidad; y sin registrarse tam-poco -en la práctica concreta, real, tangible, visible- modificaciones de fondo en la formación de “los nuevos docentes de las nuevas décadas”).
La sola buena voluntad y experiencia de los docentes que atraviesan varias décadas en la educación no garantizan la calidad de la oferta educativa, cuando los logros significativos que aún así pudieran alcanzarse no se institucionalizan (sistematizan) de manera efectiva.
Volveré sobre estos puntos en los títulos siguientes de este artículo. ¡Prometido!
Pero vayan los lectores tomando en cuenta que hasta aquí ni siquiera he “rozado” la cuestión que constituye la esencia de este trabajo, y me he limitado a pintar, en gruesas pinceladas, un panorama de la educación en general sólo a partir de las ideas.
Las utopías
Pongo en claro que la palabra “utopías” está aquí tomada en su sentido original, según la definición del Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española, a saber: utopía o utopia: (Del griego ou y topos: lugar; lugar que no existe): Plan, proyecto, doctrina o sistema optimista que aparece como irreal o irrealizable en el momento de su formulación.
De todos modos, para ser respetuosa y científicamente cauto, he de tomar del final de esta definición el significado que he resaltado en la misma. Y ciertamente parece ser lo más coherente, ya que si se trata de un “proyecto”, lo perseguido a través de él no existe, y lograrlo ha de ser su fundamento y sentido.
Avancemos, pues, y prometo intentar ser lo más sintético que pueda.
¿Por qué utilizo aquí el concepto de “lo utópico” para referirme a la posibilidad de una educación inclusiva, entendida en el sentido expuesto en el primer título de esta publicación?
Básicamente, por dos motivos:
El primero, porque las definiciones que hallamos acerca de esta educación en documentos internacionales hace ver que el intento de transformar la ideología en una práctica se halla aún en el plano de las “buenas intenciones” y de “declaraciones de principios”, con lo que no se supera el plano teórico y de expresión de deseos ni se logra que los sistemas educativos se comiencen a modificar en el sentido esperado.
En tal sentido, el más explícito y abarcativo documento resulta ser “La educación inclusiva: camino hacia el futuro” -Conclusiones y recomendaciones de la 48ª Conferencia Internacional de Educación-UNESCO- 25 al 28 de noviembre de 2008.
En las mencionadas conclusiones y recomendaciones, y siguiendo la línea de la referencia, no se avanza -ni siquiera mínimamente- más allá de las recomendaciones que el organismo internacional viene haciendo acerca de la distribución democrática de la educación, superando barreras de sexo, condición social, etc., y que por más de 40 años se han ido publicando y reformulando sin que, al parecer y aunque se incorpore una terminología diferente, se hayan producido los resultados deseados.
En efecto: si todas las recomendaciones surgidas como conclusiones de conferencias internacionales se hubiesen concretado, en este momento no estaríamos una vez más discutiendo en qué consiste (pero, sintomáticamente, no cómo hacer para lograr) una educación que realmente conduzca a la inclusión de quienes por algún motivo son estigmatizados por alguna forma de segregación social y, en lo que a este artículo atañe, de segregación educativa.
Creo que el problema, en realidad, es evitar la segregación en todos los ámbitos, y que se piensa a la educación como el recurso privilegiado para lograrlo; pero siendo la Escuela un sector de la comunidad en la que surge y con la que coexiste, aún su “privilegio como recurso” no puede sustentarse o sostenerse en su dimensión concreta, pragmática, porque no se definen ni las políticas adecuadas, ni se forman los recursos necesarios y sufi-cientes como para que los (posibles) logros pedagógicos y los aprendizajes vayan de la mano con los “espacios sociales” que deben albergar, contener y dar oportunidades a quienes egresan del sistema educativo formal y no formal con las calificaciones a las que sus méritos los hayan hecho acreedores.
Dicho de otro modo: si no existe consenso a nivel internacional (mínimamente, UNESCO) acerca de los caminos a recorrer para alcanzar resultado deseado y hoy lejano, esa meta se mantendrá siempre como utopía, valiosa pero, en el fondo, inconducente en el estado de situación visible y previsible en este momento.
Nos hallamos a más de dos años y medio del momento en que dichas Conclusiones fueron dadas a luz, y en ese lapso, en la práctica, nada ha variado en la dirección señalada.
He mencionado que a mi entender al menos son dos los motivos que hoy hacen utópica la idea de una educación inclusiva. El segundo motivo, que analizaré especialmente en el contexto del sistema educativo argentino, aparece detallado en el título siguiente.

Las realidades, las distancias... (el segundo motivo de la pervivencia de la utopía como utopía)
Ubiquémonos en el contexto de la Conferencia de la UNESCO mencionada en el título anterior. Y detengámonos unos instantes en el documento presentado por la República Argentina, que, como el resto de los 188 países participantes, realizó una descripción de su sistema educativo y una valoración de dichos avances en el sentido de la inclusión educativa y la educación inclusiva (volveré luego sobre estas dos expresiones).
La búsqueda del concepto de inclusión -con valor definitorio e instrumental- en dicho documento nos reduce a los párrafos que transcribo a continuación en letra inclinada, tomados de las páginas 26-27 y que permitirán un buen nivel de análisis de la situación. Destaco que la sigla “ME”, incluida en el texto, hace referencia a “Ministerio de Educación” (de la Argentina) y que la conducción del mismo se hallaba en 2008 a cargo de quien continúa detentando la función en marzo de 2010.
Haré notar varios puntos a mi juicio relevantes en dicho documento, pero desde ya anticipo que su importancia para este análisis no es meramente conceptual, sino que se traduce en la situación real que hoy tenemos en el sistema educativo nacional:
En primer lugar, lo que resalta aun a los ojos menos advertidos, es que estas definiciones con referencia al sistema educativo vigente muestran una confusión entre los planteos de inclusión y los de integración de personas con discapacidades.
Entendiendo la idea de la “escuela inclusiva” como uno de los deberes democráticos en la oferta de mejores oportunidades a todos los ciudadanos, se confunde el concepto, ya que de lo expuesto oficialmente es que de lo que se está hablando es de el acceso de todos a la educación (el antiguo proyecto de la UNESCO de la década de 1990, “Educación para todos”), lo que significa que los modelos institucionales siguen respondiendo a las propuestas “integracionistas” (generación de apoyos especiales para quienes los pudieran requerir) y no a la modificación de las estructuras y las dinámicas de las escuelas para que éstas se hallen preparadas para recibir, contener y educar a los alumnos, por mayores diversidades que éstos presenten.
Se acentúa la mirada puesta en lo “remedial” o “lo supletorio”, pero se descuida la puesta en práctica de un criterio organizacional, sistémico, que genere “un sistema preparado para la diversidad” y no “un sistema que responda a la diversidad” cuando existe un requerimiento específico.
Tal sistema requeriría, entre otras características, la formación de docentes de muy otra manera que como se lleva a cabo actualmente y que resultan insuficientes aun a la luz de las más rigurosas exigencias que podría plantear la integración bien entendida y correctamente aplicada.
Dos puntos, al menos, sostienen esta aseveración:
1) En los avances acerca de la Educación Superior (y específicamente de la formación docente) que también están incluidos en el documento del Ministerio de Educación argentino, puede verse que se acentúan fundamentalmente dos aspectos: la formación disciplinar para el nivel en que los futuros docentes se desempeñarán; y la formación en el uso y apro-vechamiento de las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TICs).
Ni siquiera se señalan (y mucho menos destacan) horizontes de capacitación profesional docente vinculados con la diversidad que da origen a los planteos de integración, y mucho menos de inclusión educativa.
2) Aun cuando se intentase rescatar el valor de la ideología y la práctica “integracionista” en el sistema educativo, no existe al interior de éste ninguna instancia de formación específicamente orientada a la preparación de docentes integradores, roles habitualmente desempeñados por una variedad de profesionales (no siempre docentes ni con experiencia de aula) que acreditan alguna/s de estas calificaciones a su favor: medianamente extendida experiencia de aula; medianamente extendida experiencia en la atención de estudiantes con “problemas de aprendizaje”; buena voluntad y criterio flexible de trabajo pedagógico; disponibilidad para el trabajo en equipo con otros docentes; interés y formación en temas de discapacidad y/o necesidades educativas especiales, sustentando saberes en base a su propio esfuerzo.
De manera tal que una de las grandes distancias que podría señalarse entre la realidad educativa actual y la utopía de la inclusión escolar, podría ser expresada en la siguiente pregunta, que acaso suene irreverente pero que simplemente procura sintetizar el estado de situación:
Al menos en Argentina, si aún, a más de 30 años (desde aproximadamente 1978) de iniciación del movimiento integracionista a nivel mundial, a pesar de las declaraciones de principios de diferentes organismos, de los propósitos enunciados en la (ahora derogada) Ley Federal de Educación (Ley 24.195, de 1993) y sus derivados resolutivos; de la reafirmación de esos mismos principios con una nueva redacción pero idéntica ideología en la actualmente vigente Ley Nacional de Educación (Ley 26.606, de 2006), no hemos podido lograr la implementación de un adecuado “servicio de apoyo” a los procesos de integración (reitero: integración) a cargo de las jurisdicciones provinciales (ya que el Ministerio nacional sólo pro-cura unificar criterios y decisiones, pero no posee establecimientos educativos a su cargo)…
Reitero y resumo: si con toda esta historia “a cuestas” no hemos podido articular una seria política de integración, ¿no se confirma que la inclusión educativa sigue siendo una utopía?
Y dejo en claro que esta última aseveración -que lo es, a pesar de estar expresada como una pregunta- no significa descalificar la propuesta, el proyecto ni la ideología contenidas en la utopía, pero sí quiere servir de llamado de atención para que no volvamos a caer, una vez más, en la educación argentina, en desvirtuar las propuestas valiosas de manera tal que se convierten en una moda pedagógica, en un palabrerío vacío de contenidos y ausente de resultados a causa de una interpretación artificialmente simplificada que conduce, en lo profundo, al llamado “gatopardismo”, es decir, a cambiar todo en la superficie, sin que en el fondo haya realmente modificaciones sustanciales y positivas que conduzcan a mejores oportunidades para los destinatarios del sistema. Aunque resulte muy “obvio”, como suele decirse, deberíamos recordar que estamos pensando y hablando de acciones destinadas especialmente a los niños y jóvenes, pero también a los adultos, lo que significa que la “hipoteca educativa” es, en realidad, una “hipoteca social y cultural”.
Parecería que con estos últimos párrafos estoy pintando una mirada pesimista y desencantada acerca de las posibilidades del sistema educativo.
Aún (quiero decir: a esta altura de mi vida, con más de 45 años de profesión en mi mochila) no, porque estoy convencido de que asumir las cuestiones críticas es el primer paso de un largo (muy) camino para empezar a resolverlas. Pero también estoy convencido de que venimos pasando largos años deteniéndonos en diagnósticos de situación sin poder avanzar en la búsqueda, y peor aún, en la implementación de las soluciones que dicha situación requiere. Y vuelvo a algo que planteé en el primer título de este trabajo: mientras nos detenemos en diagnósticos y nos enredamos en discusiones que no conducen a avances reales (en el sistema, en las escuelas, en las aulas, en los docentes y en los alumnos), miles de personas pasan como estudiantes por las aulas, algunos ni llegan a ellas y otros las abandonan prematuramente.
El Estado Argentino equivoca frecuentemente sus políticas en torno al tema de la inclusión educativa, ya que -por motivos que son opinables y no caben en este trabajo- suelen adoptarse sobre el problema educativo (segregación, deserción, repitencia, bajos niveles de aprendizaje), y sólo a título de ejemplo lo menciono, medidas remediales que no apuntan al fondo de la cuestión, porque se traducen en subsidios a las personas carenciadas (algo inobjetablemente positivo) pero no en aplicación de fondos que mejoren la calidad del sistema educativo y su capacidad de inclusión (no de mera “presencia” de alumnos en las aulas, sino de excelencia de la oferta educativa); porque se acentúa la mirada en los contenidos educativos, su enriquecimiento, extensión y profundización, pero no en las condiciones de aprendizaje, de acceso al saber que el sistema debe garantizar.
Situaciones de este tipo ratifican y refuerzan lo utópico de los planteos de inclusión.
Sin embargo, no es mi intención detenerme, justamente, en el señalamiento de “lo utópico de la utopía”, sino rescatar, a partir de esta suerte de toma de conciencia, algunos puntos que contribuirán prácticamente -no sólo como “expresión de deseos” al estilo de la UNESCO- a que el proyecto inclusivo se haga realidad. Sin duda, lectoras y lectores, comprometidos con la educación podrán cuestionar y enriquecer lo que esquemáticamente se menciona a continuación. ¡Bienvenidos sean los comentarios críticos y los aportes!
Afortunadamente, estoy en condiciones de comentar aquí que en al menos tres provincias de la Argentina, distintos grupos, heterogéneos entre sí (algunos conformados por juristas, otros por padres y también varios de nivel universitario), se hallan abocados a las iniciativa (independientemente unos de otros) para elaborar una propuesta o proyecto de ley que determine la inclusividad del sistema educativo, en toda región e institución. Es un paso importante. Pero como, sin embargo, los criterios sociales no pueden modificarse por ley, el tiempo de logro de lo que tal ley pudiese disponer ha de ser aún extenso.
Por eso mismo entiendo que los primeros pasos para comenzar a recorrer el camino entre las realidades y la utopía han de conducir, en principio, a la implementación de estrategias de política educativa y recursos de práctica institucional que conduzcan a la integración efectiva de las personas que hasta el momento han quedado fuera de la escolaridad común (o “regular”, como también suele llamarse).
¿Por qué? Sólo por aplicación del sentido común a la realidad del sistema social y educativo:

En primer lugar, porque si la distancia entre la “educación segregada” y la “educación inclusiva” no ha podido ser satisfactoriamente recorrida aún (como también lo señalamos en este trabajo que usted está leyendo ahora) en más de 30 años de demandas, propuestas y sugerencias en el ámbito mundial y de cerca de 20 años en el mismo sentido en nuestro país, mal puede suponerse que el “salto virtuoso” requerido pueda lograrse en lo inmediato (y una vez más resalto que en el “mientras tanto”, hay alumnos reales que deben ser educados en instituciones reales y que no deben -no pueden- seguir aguardando décadas para hallar respuestas eficientes…).
En segundo lugar, porque la propuesta integradora, contiene, en sí misma, la mayor parte de los elementos requeridos para la propuesta inclusiva, pero esta última requiere de un “plus” sumamente significativo, como lo es -según acabo de expresar- la conciencia social acerca de lo que la inclusión significa, masivamente más difícil de lograr que la aceptación de la integración educativa.
Sintéticamente, pues, las cuestiones centrales pasarían por:
1) El fortalecimiento de las instituciones educativas y la reducción de los procesos burocráticos que afectan a las posibilidades de brindar apoyo especial, dentro de ellas, a las personas que lo requieren
2) La intensificación de la formación de nuevos docentes capacitados para el trabajo con alumnado diverso (si bien en las nuevas propuestas curriculares de la formación docente se incluyen asignaturas / contenidos vinculados con la comprensión y la atención de personas con necesidades educativas especiales, este aporte conceptual no se ve complementado por la realización de prácticas y/o residencias en las que los estudiantes de profesorados o licenciaturas deban trabajar en relación directa con dichas personas.
3) La sistematización (con coherencia y continuidad) de acciones de capacitación, orientación y seguimiento destinadas a los docentes en servicio, dado que los desafíos -aun de la integración- se renuevan cotidianamente y se hace necesario abordar una diversidad cada vez mayor, a la luz de los “diagnósticos” de todo tipo (pedagógicos, psicopedagógicos, neurológicos y hasta psiquiátricos) con los que los alumnos llegan a las escuelas.
4) La revisión de los criterios y estrategias de evaluación, promoción y acreditación relativas al colectivo del alumnado del sistema educativo, ya que los que se ha-llan en vigencia (enunciadas o bien “ocultas” pero que forman parte de las prácticas habituales) resultan restrictivas para con las personas que requieren mayores apoyos y demasiado permisivas para quienes no los requieren, generando de esta manera, además de una situación de doble injusticia, la verdadera imposibilidad de que las “calificaciones” obtenidas sean un reflejo de la responsabilidad, el esfuerzo, la capacidad y los verdaderos logros (aprendizajes) de los alumnos.
5) Garantizar que la permanencia de los alumnos en el sistema educativo no sea la resultante de medidas compensadoras y/o remediales exclusivamente, sino también producto del esfuerzo que está al alcance de los alumnos y sus grupos familiares.
6) Garantizar en cada jurisdicción provincial la disponibilidad permanente de recursos humanos de apoyo al interior de los sistemas educativos (“docentes integradores” y/o la designación que resultare más adecuada adoptar según los criterios de las autoridades educativas), supervisando asimismo con criterio eminentemente pedagógico a dichos recursos, cuando provienen de entidades privadas ajenas a la órbita oficial.

A modo de cierre, pero dejando la puerta abierta
Como se ve, la realidad dista aún mucho de estar próxima a la utopía, o al revés, si prefiere interpretárselo así...
El camino ha de estar lleno de dificultades. Quizás no lo veamos realizado en el lapso de nuestras vidas, pero nuestro tiempo es hoy, y somos co-responsables por él y por lo que condicionemos para el “mañana”.

Miguel A. Ricci
Contacto:
miguelricci2003@gmail.com /

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