viernes, 30 de agosto de 2013

Trastornos de conducta: ¿escuelas expulsivas?


Los trastornos de conducta son caracterizadas como aquellas actitudes que se desvían notablemente de los patrones considerados normales. Algunas estimaciones hablan de un 15% de los niños en edad escolar comprometidos. Muchas instituciones escolares públicas y privadas no son capaces de contenerlos, por lo cual su escolaridad se ve comprometida.

Introducción
La Educación plantea un dilema de difícil resolución: el derecho a ella, de reconocimiento casi universal, colisiona con otro, como es el de la calidad educativa.
La obligatoriedad de escolarización extendida (en algunos países los mínimos exigibles alcanzan la primaria; en otros, la secundaria) como imperativo social lleva a que la matrícula escolar haya crecido exponencialmente en el mundo en las últimas décadas.
Sin embargo, los niveles de alfabetización siguen siendo dispares. Por un lado, países como Japón, el Reino Unido, Noruega y España llegan a niveles casi del 100% en niños y de alrededor del 99% en adultos. Uruguay Argentina y Chile resultan los mejor posicionados en América Latina, con tasas levemente inferiores a las de los líderes. Pero también hay otros, la mayoría africanos, como Níger, Etiopía y la República Centroafricana, que apenas rozan el 50% de niños que pueden leer y escribir y solamente entre el 29 y el 50% de los adultos pueden hacerlo. Respecto de los países latinoamericanos, además de los tres mencionados y México, que se hallan en los estratos superiores, la escolarización se halla en los niveles medios-altos de la escala que proporciona la UNESCO.
Otro fenómeno que reseña la estadística del organismo internacional, aunque acotada al quinto grado de la enseñanza primaria, es la permanencia dentro del sistema escolar. Así, mientras que los primeros 10 retienen a algo más del 99% de los alumnos, Malawi, por ejemplo, solo logra que el 43,4% de los niños alcancen a cursar hasta ese límite. En América Latina, si bien la mayoría (alrededor del 95%) llega hasta allí, hay algunos que apenas superan el 50% de retención.
Lo que ocurre a partir del 5º grado es que las tasas caen abruptamente. Se menciona que, por ejemplo, en la provincia de Buenos Aires, la deserción escolar alcanza del 15 al 20% de los alumnos en el nivel secundario. Que en muchos países de Sudamérica, entre el 10 y el 30% de los niños no completan el nivel primario. Según Unicef, de los 117 millones de niños entre 5 y 14 años que habitan el subcontinente, algo más de 22 millones se hallan fuera del sistema escolar.
Pese a que se está revirtiendo la tendencia, es notable que todavía mayoritariamente se responsabilice al alumno y/o a su familia y que en muchas oportunidades se rotulen los casos como fracaso escolar.
Las causas principales suelen ser las condiciones socioeconómicas desfavorables. Niños que trabajan a jornada completa aunque esté prohibido, situaciones de pobreza, lejanía de los centros educativos, etc., hacen que importantes sectores de la población vean acotadas sus posibilidades educativas. Pero existe una causal en la cual parece que las diferencias sociales se desvanecen: los Trastornos de la Conducta.
¿Qué son?
Los Trastornos de Conducta son muy frecuentes, puesto que abarcan entre el 2 y el 7% de la población en edad escolar. Incluso algunos autores hablan de cifras más altas, que rondarían el 15%.
Pueden definirse como aquellas actitudes que se desvían significativamente de los patrones considerados normales para la edad. Si bien lo que se reputa como normalidad no existe más que como un ideal social, puesto que, más que una realidad, se trata de una construcción teórica, de acuerdo a ciertos modelos culturales, y considerando que cada individuo, por lo tanto, difiere del modelo idealizado en mayor o menor medida, sí puede considerarse que cualquier conducta que se aparte exageradamente del promedio implica un Trastorno de Conducta.
A su vez, más allá del grado en que se expresa, es necesario que esas desviaciones se den con una duración temporal, en una secuencia o una intensidad tales que habiliten el diagnóstico. Es decir que disrupciones puntuales y aisladas, pequeñas inconductas o de corta duración no pueden considerarse una patología del género.
Otro factor imprescindible es que no existan problemas intelectuales, que no sean consecuencia de problemáticas relacionadas con déficits sensoriales, de patologías neurológicas o de lesiones cerebrales. Es decir que, para ser considerado un Trastorno de la Conducta, no debe ser consecuencia de alguna otra patología.
Una característica distintiva, que no halla una explicación precisa, es que se verifica primordialmente en el sexo masculino, en una relación de 2-4 a 1 respecto de las mujeres, aunque se cree que podría deberse a los niveles más altos de testosterona presente en los varones y que ello contribuiría, junto con otras sustancias que intervienen en la autorregulación del sistema nervioso, a la producción de conductas disruptivas.
Al mismo tiempo, existen factores ambientales que inciden en los TC, tales como el maltrato y el abuso, las carencias afectivas y los modelos identificatorios perniciosos.
Frecuentemente se verifica una asociación de lo que se conoce como Trastorno de Défict Atencional con Hiperactividad.
Los síntomas más comunes que se presentan son:
- Desobediencia a los padres y personas mayores. Si bien todos los niños, en algún momento, desafían la autoridad parental y la de quienes detentan alguna autoridad, y ello es parte de su crecimiento normal, se habla de TC cuando esa conducta se reitera sistemáticamente, aunque el castigo pueda resultar serio.
- Rabietas. Son mucho más frecuentes e intensas de lo que se dan en otros. No obedecen a situaciones tales como sueño, cansancio, hambre, excitación por alguna circunstancia del momento, etc.
- Agresividad. Las conductas agresivas son, en muchos casos, mecanismos de defensa que buscan preservar al individuo de un daño. En los TC, las respuestas agresivas son o bien desmedidas, o bien se producen en circunstancias que no las ameritan. Suelen implicar agresiones físicas y también conductas destructivas hacia cosas, animales y/o personas.
- Oposicionismo. Es muy frecuente que se manifiesten en beligerancia respecto de las opiniones de los demás, con utilización de palabras o actitudes ofensivas, con transgresión de las normas sociales y espíritu contradictor.
- Impulsividad. No miden las consecuencias, ni reflexionan antes de emprender una acción o al momento de expresarse.
- Altibajos en los estados anímicos. Si bien usualmente parecen estar en conflicto con quienes los rodean, en otras ocasiones es posible que se muestren apáticos y deprimidos, alternando entre un aspecto y el otro en su conducta.
Otros síntomas que suelen presentarse incluyen: insensibilidad hacia los sentimientos de los otros, carácter manipulador, recurrir a las mentiras sistemáticamente, problemas de aprendizaje, etc.

TC y escuela
El comportamiento de niños y adolescentes en el ámbito escolar ha sido una preocupación constante a través del tiempo.
Siempre han existido aquellos que no parecen encajar, con actitudes disruptivas que dificultan la convivencia.
El problema, lejos de solucionarse, pese a la abundante literatura que aborda el tema, así como a numerosos estudios en diferentes latitudes que quieren dar cuenta de él, parece haberse incrementado en las últimas décadas.
Los cruces respecto de las “culpas” son notables. Los padres acusan a los docentes y a la institución escolar de no ser contenedora, de no contar con personas e instrumentos idóneos para educar y mantener la disciplina dentro del aula.
A su vez, los educadores se quejan de que los padres han perdido los valores familiares, de ser responsables de un grado de permisividad que atenta contra la disciplina al no poner límites a sus hijos, conductas que los niños trasladan a la escuela.
Por otra parte, tanto padres como docentes, al mismo tiempo, vuelven su mirada acusadora hacia la TV, los juegos de PC (antes eran los videojuegos) y los materiales que circulan por la web que, con sus contenidos violentos, su exitismo y su desprejuicio, fomentan el incremento de conductas disruptivas en la niñez.
Esta atribución de responsabilidades, en la que muchos omiten una mirada hacia sí mismos para poner la culpa afuera, ciertamente que no contribuye a la solución del problema. Todos somos partes de él: padres, docentes, medios, la sociedad toda.
La escuela, hasta hace no mucho tiempo, desembozadamente, tenía una respuesta estatutaria: la expulsión o, en el mejor de los casos, el “pase”, es decir, transferir al niño-problema a otra jurisdicción, para que otros se hicieran cargo de aquel a quien no podían domesticar.
La consecuencia de ello fue altos índices de repitencia y de fracaso escolar. Porque, finalmente, la “culpa” caía en el más débil de la relación: el niño.
Las nuevas tendencias pedagógicas, que enjuiciaron y condenaron acertadamente la rigidez curricular ordenancista que no respetaba madurez, tiempo, ni circunstancias del educando, sino que proponía el modelo ilustrado de lo que debía ser un alumno, devinieron en el postulado de la escuela inclusiva y/o integradora, que predica el acogimiento en el aula de la diversidad.
Aunque persistan algunas rémoras que pretenden que la educación sea una acumulación de datos, con niños pulcros y obedientes que cumplan objetivos estandarizados, sin atender a las particularidades de cada uno, en general, la tendencia es a integrar, por más que subsistan muchas trabas, tanto de capacitación como de accesibilidad, de concientización, de implementación material, etc.
Sin embargo, un rótulo y un cúmulo de buenas intenciones declamadas no implican que la realidad responda automáticamente.
En este sentido, los Trastornos de la Conducta continúan siendo un punto problemático no solamente en la educación común sino también respecto de la especial.
Es cierto que las actitudes disruptivas, muchas veces agresivas, de estos niños hacen dificultosa la convivencia dentro y fuera del aula y que ello requiere una intervención.
La primera respuesta que da nuestra sociedad a este problema es la medicación con psicofármacos (usualmente basados en metifenidato), que disminuyen los síntomas, aunque no las causas. En algunos casos, ello se complementa con otras terapias, intervención de trabajadores sociales, gabinetes escolares y otras participaciones profesionales.
También los tratamientos psicológicos resultan una opción, más prolongados, pero van al fondo de la cuestión, a veces combinados con medicación.
Como las leyes, en general, son mucho más rigurosas respecto de las causales de expulsión y el derecho a la educación está vigente en la gran mayoría de los Estados, las conductas disruptivas tienen que ser de magnitud para apartar a un alumno.
Ello no impide que, de todas maneras, tanto instituciones públicas como privadas hagan lo posible para desalentar la concurrencia de esos niños y que muchas de ellas continúen con las viejas políticas de transferirlos a otras escuelas. En casos puntuales, ello puede funcionar, si es que los factores ambientales coadyuvan a la producción de estas conductas. Pero también existen escuelas-depósito, que son aquellas, pagas o gratuitas, en las cuales se juntan aquellos que las demás no pueden o no saben contener, muchas de las que resultan tanto o más inadecuadas que las de origen y que potencian los efectos negativos.
El doble discurso que, por un lado, predica la inclusión y la pone como uno de los objetivos de la educación y que, por otro, segrega a los “problemáticos” desnuda que el fracaso está en la sociedad toda, no en el niño.

Para terminar
Una de las preguntas que rondan sobre los TC es a qué se debe el incremento notable de casos. Existe la sospecha de que hay otros intereses en juego que hace que las clasificaciones cada vez sean más laxas y que por ello más sujetos entren en el campo de la patología.
También que la escuela pública o privada, especial o común se ha quedado en el tiempo, y, por ello, no puede dar cuenta de las nuevas relaciones sociales que impactan sobre sus alumnos. Los cambios en la conformación familiar, en los ideales, los modelos sobre el éxito y el cúmulo de estímulos que reciben nuestros niños desde diversos medios es posible que actúen amplificando el problema.
Por otro lado, aquellos casos en los cuales las descompensaciones químicas en el sistema nervioso serían la causa de los TC no pueden explicar su incremento.
La educación es un derecho y la escuela el principal ámbito en el que este se desarrolla. Si bien no es su función la de resolver los problemas sociales, tampoco puede agravarlos agregando padecimiento a quienes sufren. Por el contrario, si la inclusión es un mandato social, no hay excusa para que ella sea expulsiva.
Tampoco se trata de caer sobre la función docente, sino de que la sociedad prepare a sus agentes educativos para enfrentar las problemáticas que ella misma crea, jerarquizando su labor desde todo punto de vista y brindándole las herramientas para hacerles frente. Y que todos los actores sociales se hagan cargo de lo que les corresponde y se busquen las mejores alternativas para solucionar el problema.
Ni medicación al voleo, ni expulsión sino el cumplimiento de un derecho, que implica atender a las causas y no aplastar a quien sufre sus efectos.

Ronaldo Pellegrini

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