martes, 11 de octubre de 2011

El DSM-V invade la infancia en la clínica y en las aulas

Descripción : foto de un niño detrás de un vidrio esmerilado
La próxima aparición de la quinta versión del Manual Estadístico de la Academia Norteamericana de Psiquiatría, acentúa el giro tecnocrático y medicalizador de sus ediciones precedentes. Pero además agrega una preocupante tendencia expansiva a la generación de “espectros” (al ya conocido del autismo como TEA o TGD se suman el disatencional y el bipolar) fundados en el empleo de un nuevo paradigma “dimensional”. No se trata de instrumentos “neutros” sino de una difuminación de las fronteras con una ampliación de la legitimidad de intervenir (casi siempre con psicofármacos).
 La enfermedad es una situación. La posición ética no renunciará jamás a buscar en esa situación una posibilidad hasta entonces inadvertida. Aunque esa posibilidad sea ínfima. Lo ético es movilizar para activar esa posibilidad minúscula todos los medios intelectuales y técnicos disponibles. Sólo hay ética si el psiquiatra. Día tras día, confrontado a las apariencias de lo imposible, no deja de ser un creador de posibilidades”.
Alain Badiou
La American Psychiatric Asociation ha anunciado que la quinta versión de su DSM (Manual Diagnostico y Estadistico) verá la luz en mayo de 2013, casi veinte años después que su predecesora. De sus rasgos y de algunos posibles adelantos, así como de sus efectos y del contexto de su producción, es necesario ocuparse, porque se trata de un texto que influye decididamente sobre la manera como nos representamos quiénes somos. El psicoanálisis, recogiendo el guante del idealismo y el romanticismo aderezados por la moral vienesa, produjo una manera de pensarnos como seres pasionales y contradictorios, con conflictos y con zonas oscuras, generadas a lo largo de una historia que aparece decantada en múltiples estratos, como ilustra la metáfora freudiana sobre Roma. Frente a esta propuesta que hace de la subjetividad una materia de la que no todo es sabido, donde la sorpresa está a la mano y que resulta potencialmente inagotable en su exploración compartida, la subjetividad que se desprende de las páginas de los DSM es más plana y funcional. Es una forma de ser adaptada y gobernada por los ritmos cambiantes de los neurotransmisores generados por los códigos vehiculizados en los genes.
Este modo de concebir la subjetividad se ha difundido como resultado indirecto del empleo de clasificaciones aparentemente asépticas y científicas, pero que han demostrado ejercer efectos que no pueden tacharse ni de asépticos ni de científicos, sino más bien, como veremos a lo largo de estas páginas, de tecnocráticos, patologizantes y medicalizantes.
El DSM-V nacerá luego de una gestación debatida no sólo por grupos de expertos sino que ha alcanzado, por primera vez, una enorme repercusión en ámbitos mediáticos. Un debate que, pese a su amplitud, es difícil que logre modificar “una necia persistencia en defender, contra el sentido común, sugestiones que aparecen como totalmente indefendibles”. El debate ha movilizado el descontento creado a partir de los avances conocidos, pero solamente una vez presentada la versión definitiva podremos evaluar si esa influencia ha tenido alguna eficacia frente a otras del establishment psiquiátrico y farmacológico. La chispa que lo inició fueron los borradores que arrastraban la promesa de un “cambio de paradigma”. Cambio planteado en términos del relevo, siempre parcial, como veremos, de un paradigma categorial con fronteras nítidas entre los cuadros clasificados por otro dimensional con límites más borrosos y gradientes de gravedad entre uno y otro (o incluso dentro del mismo, tal como ocurre con el “espectro” autista). Esa confusionante tendencia a la “espectralidad” se ha extendido cada vez más a la desatención y la mal llamada bipolaridad infantil.
Este cambio se debe al registro de que las fronteras clasificatorias del esquema categorial (que impregna el DSM-IV) han ido dejando de ser líneas para a pasar a ser territorios. Las fronteras se han convertido crecientemente en zonas grises llenas de inclasificables, de cuadros mixtos y heterogéneos, de co-morbilidades, por lo que han devenido en territorios densamente poblados. Zonas intermedias, además, entre aquellos modos de comportamiento que entendemos por normales y los patológicos. ¿O acaso la clínica con niños no nos pone ante la duda cuando, por ejemplo, debemos trazar una línea que separe un niño grave de otro que pudiéramos considerar inequívocamente como padeciendo una psicosis infantil? Los términos “pre-psicosis” o “pródromo esquizofrénico” han sido objeto de intensos debates y el DSM-V los aviva al incorporar un cuadro llamado “Síndrome de riesgo psicótico” (psychosis risk syndrome) así como la ampliación de otras categorías “diagnósticas”.
Este deslizamiento hacia una aproximación más dimensional del sufrimiento mental (que sin embargo no anula sino que coexiste con la anterior) es el cambio paradigmático que propone el DSM-V y debe convocarnos a una cuidadosa consideración por las implicancias que conlleva.
La idea de conceptualizar el sufrimiento mental como un gradiente que abarca desde un comportamiento “normal” a un trastorno claro no es nueva y había sido pensada para el DSM-IV, pero fue abandonada por sus “serias limitaciones” y por la creencia de que una categorización clara era vital para asumir decisiones en la clínica.
Con la intención de construir categorías más fidedignas, el DSM-IV incluyó la condición de que para ser incluido en los cuadros un trastorno se requería presentar una afectación clínicamente significativa o un impedimento del funcionamiento (clinically significant distress or impairment of functioning) dentro del criterio para cada “desorden”, pese a que los llamados trastornos “no especificados” (not otherwise specified [NOS] disorders) no incluyen ese déficit como requerimiento de distress o impairment para ser incluidos en las categorías. Por contraste, reconocer hoy que pocos pacientes encajan perfectamente en las clasificaciones y que los diagnosticados como “NOS” abundan ha impulsado a quienes elaboran el DSM-V a considerar como un tema central avanzar hacia una aproximación más dimensional del campo de la salud mental.
La discusión está lejos de haber finalizado. De un lado, la cautela ante el enfoque dimensional se funda en que la psiquiatría recibe justas críticas relativas al sobrediagnóstico, la patologización y medicalización de la infancia (y no sólo de ella). Basta con considerar que el número trastornos catalogados se ha más que triplicado desde el DSM-I (106 desórdenes) al DSM-IV (357 de-sórdenes) y los más recientes estudios epidemiológicos indican que aproximadamente la mitad de los estadounidenses podría reunir los criterios para ser incluidos en un trastorno codificado en el DSM-IV en algún momento de sus vidas.
Hay quienes temen que estas conclusiones amenacen a la ya tambaleante reputación de la Psiquiatría. El escepticismo sobre esta expansión diagnóstica es especialmente abundante en relación a trastornos especificados en el DSM como depresión mayor, 5 trastorno bipolar, 6 stress post-traumático (PTSD), 7 fobia social, 8 trastorno por déficit de atención con hiperactividad (ADHD), 9 y autismo, 10. El núcleo de esos argumentos denuncia que la psiquiatría está sobrepasando sus límites, aplicando rótulos y etiquetas y patologizando algunas variantes “normales” de la existencia y comportamiento humanos.
En el otro polo del debate, los defensores de la expansión dimensional plantean que las investigaciones permiten que se identifique e intervenga en los “soft ends” de las condiciones espectrales tales como trastorno bipolar, depresión y psicosis. Y que los síntomas como ansiedad, disforia y hasta psicosis son también parte de la cotidianeidad. Son, parafraseando a Susanna Kaysen, “tú o yo, amplificados” (“you or me… amplified”).
Por contraste, el sueño de las neurociencias ha sido profundizar en la investigación neurobiológica y en la relativa a la psicofarmacología hasta lograr precisar la fisiopatología que subyace a cada una de las categorías diagnósticas. De ese modo podrían circunscribirse entidades biogenéticas con sustento científico. Esta tendencia “profunda” a “entificar” cuadros surgida al calor de las primeras ediciones de los DSM queda en un segundo plano a partir de la nueva orientación “expansiva” del DSM-V, en la que el predominio de una visión “espectral” podría orientar la investigación de los mecanismos que subyacen a los síntomas que se presentan en múltiples cuadros más que hacia los síndromes entificados. Esto se está haciendo, como veremos, para descubrir los mecanismos disparadores del miedo o la paranoia. Claro que no se trata en este caso de pensar en términos de conflictos y fantasmas sino de moléculas y pastillas. Se trata de descubrir la disfuncionalidad fisio-patológica y no psico-patológica, aunque aquella deberá, de todos modos, adquirir alguna significación clínica en términos de limitación, trastorno o síntoma. Vemos que esa significación se hará aún más trascendente con la difusión de enfoques dimensionales porque corresponde a un campo de valoraciones. A una discusión respecto a cuándo es ético intervenir en procesos de sufrimiento y cuándo no. Y al cómo.
“Lo que puede cambiar al abrirse las puertas de la dimensionalización es la posibilidad de legitimar intervenciones que incidan sobre el curso de procesos y comportamientos independientemente de que sean considerados normales o patológicos. Este potencial de hacer sentir a la gente “better than well” (mejor que bien) a través de una cosmética psicofarmacológica fue ampliamente debatido al comienzo de la era de los nuevos antidepresivos recaptadores selectivos de serotonina con la publicación de Listening to Prozac, pero es una discusión que ha estado extrañamente ausente en el mainstream psiquiatrico”.
El advenimiento de los psicofármacos introdujo una relación nueva entre eficacia y daño. Sus efectos fueron una apertura a nuevas formas de contacto e intercambio con los llamados “enfermos mentales” y se asociaron no sin idas y vueltas a reacciones adversas significativamente menores. En los últimos años esta tendencia se ha acentuado. Y si bien no se ha logrado un psicofármaco sin efectos físicos indeseables, es cierto que la presión de la demanda y los avances de la investigación han ido cambiando el panorama.
El problema de su uso masivo no deja de tener aristas farmacológicas, pero las reacciones adversas tienden en perspectiva a ser cada vez menores. Aun cuando en este sentido la farmacovigilancia es clave, la cuestión más seria es hoy fundamentalmente otra. Tiene que ver con los criterios de uso: cuestiones éticas y, sin duda, ideológicas y políticas, biopolíticas, para ser estrictos, que no pueden dejar de debatirse. Pues no estamos tan lejos de que los medicamentos se vuelvan completamente inocuos en un plano estrictamente fisiológico. Entonces, ¿qué ocurriría “si mañana una compañía farmacéutica inventase una pastilla de ‘soma’ cien por ciento huxleyana que nos hiciera felices y nos ayudara a fomentar vínculos afectivos sociales, sin ningún tipo de efectos secundarios? (...) No está claro que alguien pudiese aducir algún motivo para que no se permitiera su consumo (...) Si algún tradicionalista excéntrico protestase alegando que dicho soma no es terapéutico, probablemente podría contarse con el apoyo de la comunidad psiquiátrica para declarar la infelicidad como enfermedad e incluirla en el DSM junto al ADHD”.
Francis Fukuyama acierta aquí al preguntarse por un fenómeno de nuestro tiempo en las sociedades occidentales, en particular la estadounidense, donde se expande el uso de antidepresivos en los adultos y el de estimulantes en niños. Considerando que la diferencia entre los rendimientos esperados y los alcanzados está en la base de este suceder, se pregunta si habría algún daño en suministrar autoestima en frascos. O en hacer que la gente que sufre depresión clínica, pero no sólo ellos, se sientan mejor que bien por medio de una pastilla.
Cuando la indicación criteriosa de un psicofármaco, que pretende aliviar, está siendo sustituida por un consumo masivo impregnado de una fuerte tendencia a la adaptación de las conductas, ya no estamos tan seguros de que el uso de psicofármacos sea siempre criterioso. O en todo caso se trata de revisar cuáles son, actualmente, esos criterios.
“La intrusión de rótulos diagnósticos en el campo de lo previamente considerado como normal amenaza la legitimidad de la psiquiatría como disciplina médica. En el peor de los escenarios ella allana el camino que lleva desde una ‘bienintencionada’ cosmética psicofarmacológica hacia los riesgosos territorios de la eugenesia”.
Ha sido Allen Frances quien más consecuentemente advirtió sobre cómo la visión “espectral” (por ejemplo, aplicada al espectro autista, bipolar o desatencional) contribuye a una “inapropiada medicalización de los problemas de la vida diaria”, avanzando sobre condiciones aun no probadas (por ejemplo, la utilización de antipsicóticos en el ya mencionado “psychosis risk syndrome”.
De lo contrario, tal como viene advirtiendo este autor, la psiquiatría deberá definir si acuerda con intervenciones que apunten a ayudar a la gente a enfrentar elaborativa y creativamente el sufrimiento de la vida cotidiana y las limitaciones del cuerpo o bien se pone del lado de acercarlos a un ideal de perfección a través de potenciar sus posibilidades al máximo a través de la neuroquímica.
El valor de un enfoque dimensional donde las fronteras entre lo normal y lo patológico son borrosas podría ser el de reflejar más fielmente ese continuum y resaltar lo convencional de nuestras delimitaciones. Pero al impactar en la práctica a través de nombres y clasificaciones, traerá una enorme discusión que no solo involucra a pacientes y profesionales, niños y psiquiatras, sino a gobiernos y sistemas de seguridad social y seguros. Pierre Jo-seph resume esta preocupación genuina: “Es nuestro destino colectivo que las discusiones éticas sobre lo que puede ocurrir se convierten rápidamente en discusiones prácticas sobre lo que está ocurriendo”.
Debemos permitirnos la posibilidad de repensar los nombres del malestar en el vivir de los niños y sus familias. Plantea despegar de etiquetas y rótulos fundados en paradigmas promocionados como “nuevos” que poco innovan y generan una deriva cuasi predeterminada y tantas veces invalidante o discapacitante, frente a la que solo cabe, en dosis diversas, reeducación, medicación, adaptación y resignación.
El paradigma categorial desembocó en una tendencia medicalizante, en la creación de entidades biogenéticas descontextuadas del entorno y la época (como el ADD, el trastorno bipolar infantil y el TGD). Ahora el paradigma dimensional avanza sobre el mismo territorio con una tendencia patologizante, legitimando intervenciones sobre niños que resultan englobados en nuevos “espectros” diagnósticos. Ambos deben ser revisados teóricamente y desmantelados prácticamente. En ambos casos los envases renovados no alcanzan a disimular lo antiguo (y parecido) del contenido.
La propuesta es contribuir a pasar de esa resignación tecnocrática a una re-signación. Re-signar es renombrar. Es volver a nombrar. Y permite pasar de los nombres impropios difundidos y canonizados a otros nombres menos imprecisos, más apropiados y apropiables, que recuperen lo mejor del legado del psicoanálisis y sean acordes con una ética que no renuncie jamás a buscar posibilidades, aun cuando estas sean ínfimas, ni a confrontar con las apariencias de lo imposible. Nombres que nos permitan forjarnos como creadores de posibilidades.
Y que, como trabajadores del campo de la salud mental, nos alejen de ser esos personajes fatalistas que espetan: “Su hijo es ADD, TGD, TOD o Bipolar y lo será de por vida. Y tomará medicamentos por ello”. Nos toca abrir un claro en esa espesura tecnocrática para que tengan lugar el acontecimiento y la sorpresa. Para que la travesura se convierta en travesía y descubrimiento y no mero avatar de moléculas.
Borges decía que “el deber de cada uno es dar con su voz”. ¿Cómo podríamos con-tribuir a que nuestros pacientes lo hagan si la nuestra queda ubicada al pie de estas letras?

Dr. Juan Vasen
E-mail: juanvasen@gmail.com

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