viernes, 1 de marzo de 2019

Acompañantes terapéuticos en inclusiones escolares



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El trabajo del acompañante terapéutico (AT) supone una dirección hacia un sujeto, pero este no es sin sus medios, sin su entorno, sin sus vínculos. Y lo escolar no es la excepción a esto, forma parte de su cotidianidad y es el primer ámbito social extra familiar.
En todo comienzo de escolarización pueden ser observadas tres instancias o procesos necesarios que implican pérdidas y ganancias, pero deberán orientarse al mejor posicionamiento posible del niño.
Primer proceso: el niño es llevado a la escuela por su familia; deberá ser alojado por la misma y el niño deberá apropiarse de esta.
El ser llevado a una escuela y no a otra habla de elecciones que sus vínculos primarios realizan. En discapacidad frecuentemente las escuelas no corresponden a elecciones previas, sino al acceso de un cupo, no sin antes un largo peregrinar en diferentes establecimientos, llegando a instancias en que la vía legal es el recurso último que posibilita la entrada al colegio.
Una vez allí, la familia tendrá que sortear todo tipo de trámites y obstáculos: reglamentaciones internas, acta acuerdo, solicitudes y entre ellas el pedido de acompañante. Estos son los condicionantes que pone la escuela ante ese niño, ante esa familia. Todo esto no se realiza sin angustia, cansancio, etc. Circunstancia que no debería excluirse para contextualizar dicha situación a intervenir.
Segundo proceso: el niño debe ser alojado por la escuela.
La escuela, como es sabido, es una institución por excelencia regida por un paradigma positivista y normalizante, donde debe imperar el orden, la disciplina y el saber. Es uno de los dispositivos de control foucaultiano. El control de los cuerpos, que establece cómo moverse, có-mo y qué aprender, en qué tiempo y de qué modos. En resumidas cuentas, opera manejando mucha información en corto período, rápido, sin tiempo para la asimilación, compitiendo siempre con los otros.
Pero todo esto podría aplicarse sólo a un “alumno ideal”: callado con los pares, pero que hable con la maestra para demostrar lo que sabe; quieto en el banco, pero que se mueva rápido para gestionar, accionar; observador de sus pares para anunciar lo que “no se debe hacer”, pero a la vez ser un buen compañero. Sublimar el juego para sólo expresarlo los 15 minutos del primer recreo y los 10 minutos del segundo, y este por cierto debe ser un juego tranquilo, para estar quieto, obedeciendo a su imperiosa necesidad de movimiento que existe en toda condición de ser niño. Además, hacer vínculos con sus pares, si es que les queda tiempo, porque también deben comer e ir al baño en ese breve descanso.
Dicho dispositivo es pensado y preparado para un cuerpo que responde a los cánones estándares de la supuesta normalidad, pero viene el alumno con discapacidad y rompe esa estructura artificial, selectiva y marginal, desmoronándola. Aquí entra el juego de palabras inclusión-integración, sostenidas y amparadas en una ley. Ley que viene con la obligatoriedad en el acceso de dicho juego de palabras, y si está es porque hubo resistencia, incumplimiento, desi-gualdad, invalidación de derechos, etc.
Todo esto acontece no sin malestar; ese malestar emerge. Pero no hay lugar para su tramitación y elaboración, debiendo accionar inmediatamente el cuerpo docente. Es a partir de entonces que se escucha la famosa frase: “yo no estoy preparado, yo no estudié para esto, yo no soy docente especial, hago lo que puedo”. No está mal que aparezca el malestar, no se juzga; el problema es no darle lugar, no abordarlo y elaborarlo. Si se niega ese malestar, se suprime y se corre el riego que vaya junto a ese alumno.
Entonces sí el malestar y el niño se niegan, desaparecen. El malestar podrá tramitarse por otra vía, ligándose a otro malestar, pero ¡¿el niño?!
Por último, el tercer proceso comprende el lugar de apropiación que deberá realizar el niño en esa, “su” escuela.
Este no implica una fácil tarea de realizar. ¿Cómo apropiarse de un lugar que fue forzado? Y si no lo fue, al menos fue construido artificialmente para realizar una inclusión sin saber cómo, de qué modo, con qué herramientas; y otra vez quedando sin tiempo para elaboración. El escenario resulta ser un edificio con múltiples barreras, en un sistema educativo normalizador, donde hay límites confusos entre igualdad y equidad, donde se corre el riego de arrasar subjetividades y peor aún de quienes están en el proceso de constitución de las mismas: los niños. La pretendida oferta de ofrecer a todos las mismas cosas y en los mismos tiempos ocasiona estragos en ellos y de esta forma una propuesta de una alternativa puede ser el posible inicio de queja, de malestar entre los educadores.
Entonces, ¿cómo apropiarse de un lugar siendo el extranjero? Y además es un extranjero que puede ser deportado y estará en observaciones constantes por múltiples espectadores con menor o mayor influencia que puede definir un futuro, una permanencia o una deportación.
La apropiación, como término empleado desde la Psicología, se remonta a visiones marxistas y es definida como mecanismo básico del desarrollo humano, en donde la persona se apropia de la experiencia de realidad. La praxis humana es instrumental y social construyendo un marco socio histórico. Se puede analizar lo intrapsíquico desde su antecedente a lo interpsíquico. Es decir, nos apropiamos haciendo nuestra la experiencia que vivimos, y en esa vivencia hay otros que la integran y se desarrolla en un contexto social cultural e histórico.
Pero la apropiación en un diccionario general me dice que es tomar algo que no es propio, adueñarse de algo que le fue confiado temporalmente.
Entonces, ¿el niño se apropia de una experiencia de realidad construida con otros o se adueña de algo que no es propio?
Respuesta que se encontrará seguramente dependiendo de cómo se lleva a cabo ese proceso de inclusión-integración educativa para ese niño.
La inclusión es una entrada a la escuela, respaldada por un marco legal. Y la integración es formar parte de la misma.
Metaforizando de modo muy simple este proceso, puedo decir: cuando hacemos pan y ponemos sobre la mesa todos los ingredientes, no hay que olvidarse de incluir el agua y luego cuando formamos el bollo, el agua ya no se ve… Está integrada.

Observaciones en la inclusión del AT
Generalmente es un pedido que viene como un requisito, no como una demanda. Requisito de la institución escolar, quien convoca a alguien para que ayude a soportar esa diferencia. Alguien que ofrezca garantías de un saber hacer con alguien que desconocen: el alumno, por cierto, al igual que todos los niños que concurren a la escuela, tanto en el ingreso o en el pasaje de grado de escolarización, pero hay algo que hace suponer que al niño con discapacidad no se lo conocerá del todo nunca. Hay un enigma que no actúa como interrogante, sino co-mo un amenazante que necesita estar previsto de alguien que responda por él. A la vez, dentro del aula, también será esta figura por momentos insoportable, su presencia en sí misma actúa como testigos y observadores de quien encarna a la dirección de la enseñanza.
Cuando hay una demanda, esta se encuadra en una estrategia posible pensada para alguien en particular, con objetivos que apuntan a alcanzar un estado más potable, más autónomo, un mejor posicionamiento subjetivo para este sujeto. Es diferente cuando es un requisito, de los tantos otros que harán posible el ingreso al establecimiento y que en muchas ocasiones será la condición sine cua non, el único modo de estar allí. ¡Es decir, no entra el niño sin su acompañante!
Así como deberá llevar su DNI, libreta de vacunas, partida de nacimiento, etc., les solicitarán un acompañante. Lo significativo es que esta presencia es a priori de conocer el niño, a priori de saber si lo necesita o si será lo más adecuado. Al ser requisito para la familia, seguramente se reste valor profesional y se lo tome exclusivamente como un trámite extra, una llave de acceso hacia la institución, encontrándose el acompañante, en territorio menos permeable para intervenir.
Otro punto a considerar será la cantidad de días y horas que se solicita esta figura de apoyo por parte de la escuela. Suele ser excesiva, cuestión que supone una compañía que puede ser agobiante para el acompañado, por lo que requerirá este punto mucha consideración y regulación y un accionar que sea cauteloso y medido para regular la proximidad que sea soportable para el niño, evitando así todo obstáculo que impida la continuidad del proceso.
En resumidas cuentas, el acompañante terapéutico de ese niño se encuentra frente a un escenario dentro del campo pedagógico, donde no están bien delineados los objetivos por ser un pedido a priori y con formato de requisito; donde no hay una demanda real, donde excede el tiempo, donde hay una historización compleja que produce efectos en todo el proceso, etc. Todo esto constituye el texto de un contexto para hacer algo posible, y en eso posible acontece lo terapéutico.
En esta puesta en escena, los actores son muchos y el acompañado no resulta ser solamente el niño, sino también su familia y todo el entorno educativo. Se acompaña a la docente y el resto de los educadores para que puedan restarle ese temor, para que puedan devolverle a ese niño una mirada amorosa en el sentido del vínculo interpersonal que hace posible la transmisión de saberes y no una mirada lastimosa y/o temerosa producto del desconocimiento.
Que los educadores puedan sentirse convocados en su función viendo a un alumno, “su alumno”, y no a un cuerpo discapacitado asociado a otra lógica, a otro campo, a otro saber. Los maestros son los referentes áulicos, los encargados de impartir la enseñanza a todos los niñes, independientemente si tienen o no una discapacidad. A todos los niños la escuela les pertenece. En estas dicotomías acontecen los debates sobre los derechos de los educandos y se encuentran fuertes resistencias ante las diferencias acontecidas en el ámbito áulico. Aparece la diferencia con escaso soporte. No es la expresión de la diferencia que acontece en todo ser humano sino esa diferencia que encarna la discapacidad, esa es la diferencia que aparece difícil de soportar y más aun desde la vara que mide la normalidad, lógica imperante que atraviesa la institución educativa.
En todo lo que respecta a la discapacidad y su terapéutica, la figura del docente de escolaridad común no tuvo, por décadas, incumbencias. Luego, al abrirse las puertas de la escuela común se hace imprescindible devolverle ese saber al docente, ese saber que le fue expropiado, o al menos apuntar y aportar a ello para que así ocurra, cuestión que permitirá desobturar el proceso de enseñanza con ese niño, favoreciendo asimismo que se establezca allí un lazo y una apuesta, esa apuesta que empodera a ambos y que motoriza al deseo de saber del educando.
Cuando el niño con discapacidad llega al aula, el trabajo del acompañante también se plantea con el grupo de pares, atento a los interrogantes que pueden emerger, aunque en los niños suele ser más simple en sus dudas y sus temores y suelen resolverlas observando y sin tantos rodeos como los adultos. Una estrategia posible y de suma importancia para cambiar la configuración de la discapacidad será si el acompañante, previo consentimiento docente, puede intervenir con todos los niños como modo de significar que no es sólo en esta condición (discapacidad) donde precisamos de un otro sino en toda condición de ser humano como seres carentes, portadores de un falta constitutiva.
En cuanto a la familia del acompañado, el acompañante terapéutico deberá poder sortear el peligroso lugar de chivo emisario entre estos y la institución. En cambio, intervenir para convocarlos a ocupar el lugar que tienen en este proceso, hacerlos partícipes del mismo como co-conductores de una inclusión educativa de su hijo es un lugar destacado y necesario.
En todos los casos, la familia debiera ser leída como texto dentro del contexto en que se desarrollan, es el escenario donde se inicia el trabajo y de ningún modo ser leído como un obstáculo. Dar lugar a un juicio de valor impide un fluido desarrollo de nuestro trabajo, acción que recaerá en el niño, y que sin dudas no hay lugar para que se despliegue, no corresponde.
Retornando a la pregunta: AT, ¿sí o no en la escuela? En lo que respecta a lo legal, no hay ninguna ley que exprese a quién le corresponde acompañar este proceso. Entonces, la figura será de libre elección y debe ser pensada para ese niño en particular. Y el otro argumento válido es que los acompañantes terapéuticos se encuentran desde su formación justamente por fuera de lo pedagógico, rompiendo algo de esta lógica para instaurar algo posible para los niños en este proceso de integración. El poder realizar una lectura e intervención desde un lugar, podrá permitir el abordaje de diversos posicionamientos subjetivos que están por fuera de lo pedagógico, pero que se conjugan en sus bordes y entrarán en consonancia con el mismo.
El tránsito escolar no se construye haciendo una sub aula dentro del aula o prestando un edificio para hacer un “como si” estuviera integrado. Este proceso se lleva aprendiendo con otros, que no implica del mismo modo y en el mismo tiempo y con las mismas herramientas. Al abrir un espacio para que acontezca la singularidad ocurre el aprendizaje y se instaura el lazo social necesario para todos los niños en este primer ámbito social y cultural al que atravesamos y nos atraviesa. La escuela.
El acompañante terapéutico, al igual que todos los profesionales intervinientes, puede ser convocado como “experto” o como portando un saber hacer que ofrecerá garantías ante la fantasmática que rodea la discapacidad. El poder correrse de ese lugar para no ocuparlo, dará lugar a la tarea de habilitar a los adultos que rodean a ese niño, a sus maestros en la escuela y su familia. Ellos deben ser referentes en el proceso escolar y en la vida misma de este niño, en tanto figura significativa que representan.
La función del AT será acompañar sujetos en los que se propone determinados objetivos para abordar, y no es su discapacidad lo que nos convoca a ocupar el lugar de acompañante. Considerar que la discapacidad es la que supone la intervención, sería una complicación para el ejercicio profesional. En cambio, será la posición subjetiva del acompañado en su cotidianidad de la escuela, de la familia, el trabajo, los vínculos, la cultura, la sociedad, y cómo lo atraviesa su condición, etc. Es este el llamado de intervención.
La discapacidad no está en nuestro acompañado, está en el complejo entramado social que habilita o inhabilita a las personas, y esto sucede no sin consecuencias y estas consecuencias podrán ser materia prima para el hacer artesanal del AT, para una lectura y una comprensión lógica que supone la temática de la discapacidad y que sin conocimiento en este campo será difícil correr los obstáculos que enfrentarán las estrategias. Sólo corriendo el velo de la discapacidad se encontrarán ante el sujeto a acompañar y las marcas visibles, que forjan huellas que esta deja.
Es decir, no se acompañan las personas por tener síndrome de Down, TGD, parálisis, etc. Este igualaría los casos encerrados en los mismos diagnósticos, entonces podría salir la especificidad de ciertos rótulos. El hecho de haberle otorgado una palabra a alguien, no me hace conocer lo que ese alguien es; solamente se ha ocultado un misterio detrás de ese rótulo. Lo que podemos pensar, percibir de esa persona, es apenas una capa superficial de la realidad. Hay que abstenerse de obturar al mundo con palabras y rótulos. Esto también opera al momento de confeccionar los informes y devoluciones, porque se corre el riesgo de dictaminar sentencias en la vida de ese sujeto.
El acompañamiento es a sujetos, con todo lo que eso implica.
Los diagnósticos no producen marcas en sí mismo, las marcas son producidas en la interacción con los otros en un contexto, en una sociedad y en una cultura determinada. Estas marcas pueden obstaculizar algunas vías y habilitar otras, pueden agrietar, herir o por el contrario fortalecer, producir, empoderar y destinar vidas, dependiendo del cristal con que se las mira, dependiendo de cómo sean oídas y de cómo son vividas por los sujetos y por todos los otros que la rodeamos.
Y por último, el emblema de la propuesta de los activistas con discapacidad, levantando la bandera para expresar “nada de nosotros sin nosotros”, destacando que el acompañado, ese semejante, sabe más que nadie sobre sí mismo y estamos convocados a un saber escuchar, mirar y construir con él, con ella.

María Natalia Pautaso*
* María Natalia Pautaso es acompañante terapéutica con título universitario otorgado por la Universidad Autónoma de Entre Ríos (UADER). Trabaja ad-honorem en equipo de Extensión e investigación en discapacidad de la Universidad Nacional de Entre Ríos.
E-mail de contacto: nataliapautaso@hotmail.com

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