Rocío y Maxi, padres de Juan, recibieron el diagnóstico sin saber qué tenían que hacer: trastornos del espectro autista. Estudiaron, indagaron, buscaron ayuda hasta que llegó Harley a sus vidas. La relación con su mascota permitió que el niño comenzara a disfrutar de las pequeñas cosas: "Fuimos al shopping, viajamos en subte y hasta visitamos un museo", revelan emocionados
"Si están durmiendo en los
huevitos nadie puede levantarlos".
Rocío, la
mamá de los mellizos, pedía ayuda con la prohibición: si se acostumbraban a
estar a upa todo el tiempo, luego, cuando ella estuviera sola con ambos, le
sería imposible la tarea. Pero esa noche, en la casa de la abuela, cedió a la
insistencia. Magdalena, de un mes de vida, se acurrucaba en el pecho de la
abuela cuando Rocío la vio: "Está
pálida". Minutos después, la beba de un mes estaba
violeta. Magda había hecho una
apnea.
En la
clínica intentaron primero hacerle un raspaje en la laringe pero eso complicó
aún más el cuadro. A los 15 días la operaron, debieron hacerle
una traqueotomía.
Gracias a la cánula que salía de su
cuello, Magda, que llegó a pesar 1 kilo y medio y estuvo internada dos meses, podía respirar. Luego estuvo un año
más con internación domiciliaria. Enfermera 24 horas, estimulación motriz dos
veces por semana y kinesiólogo respiratorio, tres.
Mientras Magda, Rocío y Maxi dormían en
una clínica de Lomas de Zamora, Juan vivía con los abuelos paternos en Barracas. La casa que habían armado ("con un súper baby call, dos
cámaras, colores, esas cosas que uno compra pensando en la familia feliz",
dice Maxi y ambos largan una carcajada), estaba vacía.
—¿Cuánto tiempo después volvieron a estar los cuatro juntos?
—Un año y
un mes después, cuando Magda se descanuló. Hasta junio del siguiente año
siempre hubo una enfermera en casa. Duró poco -recuerda Maxi-. Al mes empezamos
con Juan.
Al principio pensaron que "que era
un llamado de atención porque le había 'aparecido' la hermana, porque a veces
sí te daba bola. Además todo era nuevo, ¿cómo conviven dos hermanos de dos
años? La primera experiencia de ellos juntos era de horas. Pero había empezado a perder el contacto visual,
Juan se apagaba", cuenta Maxi.
Para Rocío "durante un año había sido como un hijo
único". Pasó mucho tiempo hasta que los mellizos
pudieron estar juntos: había que tener mucho cuidado con la cánula de Magda.
Ella siempre estaba a upa de alguien y cuando estaba en el piso era supervisada
por el estimulador motriz.
De un neurólogo
infantil pasaron a una psicóloga que "nos tiraba algunos tips, pero
nosotros necesitábamos que nos dijeran qué hacer, qué pasaba". En medio de
esa búsqueda, a Rocío la llamaron del jardín. "Fue durísimo. Supuse que no
era algo importante. Pensé 'Está pegando, mordió a un compañerito'. Pero no: 'Hay momentos del día que a Juan tenemos que
sentarlo en el cochecito (atarlo) porque no lo podemos manejar. Juan necesita
una maestra integradora. Tiene todos los indicios de tener autismo'".
—¿Qué pensaste en ese momento?
—Salí con ganas de matar. Saber que
Juan estuvo atado fue muy duro. Estuvo muy mal manejado, pero hoy se los
agradezco.
El diagnóstico llegó luego de una
batería de evaluaciones que le hizo una psicopedagoga: "Juan tiene
TGD" (Trastorno generalizado del desarrollo).
—¿Sabían lo que era TGD?
Rocío: No, nada. Yo tenía mellizos perfectos. La nena que se parecía a mí
y el varón a Maxi. ¿Qué más? Tenía una ira, lloré tanto, me enojé tanto.
—¿Con qué, con quién?
—Con todo, con el mundo. Primero
decíamos '¿por qué nosotros?'. Y después 'por suerte nos tocó a nosotros' que
dentro de todo pudimos llegar al diagnóstico. ¿Cuántos nenes no llegarán al
diagnóstico?
—¿Cuánto juega la negación en esto?
Maxi: Es
todo. Y se te va el tiempo. Cuanto más pasa el tiempo más chances se pierden.
Los nenes hasta los 5 años están en su mayor momento de plasticidad. Cada día
que pasa es un día perdido. A Juan lo operamos de amígdalas porque hacía
anginas y perdía días de tratamiento.
—¿Qué pensaste en ese momento?
—Salí con ganas de matar. Saber que
Juan estuvo atado fue muy duro. Estuvo muy mal manejado, pero hoy se los
agradezco.
El diagnóstico llegó luego de una
batería de evaluaciones que le hizo una psicopedagoga: "Juan tiene
TGD" (Trastorno generalizado del desarrollo).
—¿Sabían lo que era TGD?
Rocío: No, nada. Yo tenía mellizos perfectos. La nena que se parecía a mí
y el varón a Maxi. ¿Qué más? Tenía una ira, lloré tanto, me enojé tanto.
—¿Con qué, con quién?
—Con todo, con el mundo. Primero
decíamos '¿por qué nosotros?'. Y después 'por suerte nos tocó a nosotros' que
dentro de todo pudimos llegar al diagnóstico. ¿Cuántos nenes no llegarán al
diagnóstico?
—¿Cuánto juega la negación en esto?
Maxi: Es
todo. Y se te va el tiempo. Cuanto más pasa el tiempo más chances se pierden.
Los nenes hasta los 5 años están en su mayor momento de plasticidad. Cada día
que pasa es un día perdido. A Juan lo operamos de amígdalas porque hacía
anginas y perdía días de tratamiento.
TGD era TEA
(trastornos del espectro autista). Si bien no hay un registro oficial en
nuestro país, se
estima que hay más de 400 mil personas con TEA, de acuerdo a un
informe de la Red de Espectro Autista (RedEA). Según la Organización Mundial de
la Salud 1 de
cada 160 chicos en el mundo tiene TEA. Para el Centro de Control de Enfermedades (CDC, Centers
for Disease Control and Prevention) de Estados Unidos la relación es mayor: 1 cada 68.
En la oficina de Maxi,
en Corrientes y Alem, hay un bibliorato que nada tiene que ver con su trabajo
como arquitecto. Revienta de copias de órdenes médicas autorizadas,
certificados de vacunas, partida de nacimiento, copia del registro de conducir
y planillas de prestaciones que armó en Excel: "Es más fácil así, se las
mando a las terapistas para que las llenen y no me digan en la prepaga que hay
algo que falta. Con esto de Juan me pasó como con el embarazo: era una panza,
hasta que nacieron y cambió todo. Esta carpeta vive acá porque tengo la prepaga
a dos cuadras. Con esto salgo a pelearme con el mundo por los tratamiento de
Juan".
El cumpleaños infantil en el que
estaban una tarde de octubre del año pasado había llegado a su pico máximo: la
estridencia del animador suponía el clímax de la fiesta y para Juan el momento
de refugiarse. "En el momento del griterío lo llevé a jugar al
fondo de la casa. Había dos perros. Juan empezó a jugar con ellos; nunca había
tenido contacto pero ama los animales".
Una mamá que observaba la escena le
comentó a Rocío que a la hija de una amiga suya le habían dado un perro de
asistencia. "Boca algo se llama lo que lo hacen. Googlealo".
Boca algo era Bocalán, una ONG que
trabaja en el entrenamiento de perros de asistencia para personas con
discapacidades físicas y chicos con autismo.Googlearon,
llamaron y fueron a una entrevista. "Nos preguntaron qué esperábamos del
perro y casi no sabíamos. Pero sí: que nos permitiera tener un contacto
visual distinto con Juan. Poder verlo. Cuando estamos en un espacio
abierto lo tenemos que tener a upa, no lo vemos. Y si no está a upa sale
corriendo. No hay manera de retenerlo".
Después de dos meses llegó la
confirmación: habían sido seleccionados para entrenarse. Durante
semanas Rocío y Maxi salieron a caminar junto a un adiestrador con Gaita,
la perra maestra de la ONG. Frente a la facultad de Ingeniería aprendieron los
mandos, qué es un perro de asistencia y cómo deben tratarlo. Que sale a hacer
pis a la orden, que come a la orden y que no puede husmear en la mesa familiar;
la gracia de que olfatee el mantel no es posible si se quiere ir a un
restaurante.
Recién cuando ellos estuvieron duchos,
Juan se sumó al plan. Junto a las otras familias empezaron los ejercicios en
grupo. Treinta personas, entre los padres, los hijos, los entrenadores, la
directora de la Asociación y una psicóloga escalaron tres veces el Everest: se
metieron en el subte, caminaron entre las góndolas de un supermercado y
visitaron un shopping. En ese, en el que siempre habían paseado con
Juan a upa, subieron la escalera mecánica con él tomado de la mano y Harley, su
perra labradora.
Harley tiene un peto del que sale un
pequeño lazo. Juan camina tomado de él y, a su vez, lleva puesto un cinturón
que está enganchado al chaleco de la perra. Si Juan intentara salir corriendo,
Harley lo impedirá: se tirará al piso y lo anclará. Lo más lejos que podrá ir
Juan será un metro.
"Fue la primera vez que Juan
disfrutó caminando, la primera vez que lo hace mirando qué hay alrededor. Antes
iba a upa o ante tanto estímulo se me apoyaba en el hombro y se dormía", cuenta Maxi y agrega: "Desde que conocimos a Harley fueron quince
días de primeras veces: fuimos al museo Quinquela Martín, fuimos al
DOT, ¡hasta hicimos sesión de fotos!"
Recostada en el piso, entre las sillas
del patio de comidas del shopping, Harley esperaba. Maxi y Rocío estaban
almorzando con mucha gente alrededor, muchos ruidos y Juan sentado, por primera
vez, en una silla que no era la de bebés y sin necesidad de estar mirando el
teléfono celular.
—¿Comiste algo, Rocío?
—No comí nada. Lo miraba y lloraba.
Nunca había tenido esa carita Juan. Comía su hamburguesa tranquilísimo como si
hubiese comido así toda su vida.
En la foto de fondo de pantalla del
celular de Rocío no está ella. En el centro, y de espaldas, está Maxi. De la
mano izquierda lleva a Magda. Con la derecha sostiene la correa de Harley. Juan
camina a su lado una tarde cualquiera en por una calle de Lomas de Zamora. "¡Cruzamos
Las Heras y Pueyrredón con lluvia! Así, como si fuese un día de sol en Lomas.
Con ruido a colectivos, de todo: estoy re orgullosa de que hayamos hecho
eso".
—¿Qué es lo próximo que les gustaría
hacer?
Rocío: Tomar mate en una plaza con Harley y con Juan es un montón. Y lo
hemos hecho cuando fuimos al Tigre hace un tiempito. Estábamos mis dos amigas
con sus maridos e hijos y nosotros cuatro y Harley, haciendo nada.
Maxi saca su celular y muestra una foto
en la que están sentados Rocío, Juan y él. Harley también. Magda aparece,
parada, sobre el hombro de Maxi. Él la mira.
—Esto. Poder darme vuelta para hablar
con Magda.
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