martes, 26 de enero de 2021

La discapacidad infectada en tiempos de pandemia



El primer deseo social de un niño es jugar con otro chico. El coronavirus impide y cuestiona esta esencial experiencia infantil. Sufre la nefasta consecuencia de estar encerrado del afuera. La pandemia detiene el tiempo, lo infecta, encierra el espacio, abarca toda significancia que no sea el mismo virus y sus vicisitudes más o menos mortales. En estas circunstancias procuramos producir en acto un pensamiento y una escena contraria a la ética del capital. Proponemos donar tiempo, o sea, perderlo para canalizar el aislamiento y dar lugar al “entredós”, al “entretiempo” del devenir de lo diferente.


Todos estamos contagiados, contaminados, encerrados en una cuarentena que succiona y atrae todos los significados. Frente a ello se trata de crear un hacer, una praxis (que no es la producción de un producto determinado) que atraviese lo cristalizado, lo desborde tras recrearlo y, al hacerlo, pueda poner en juego la capacidad, la vibración del propio acontecimiento. Los niños juegan, no tienen en sí una finalidad o utilidad práctica. Lo hacen por el placer de una ficción imposible pero real. La plasticidad simbólica de jugar es un pensamiento en acto, a través de la imaginación encarnan la imagen corporal, la despliegan, el tiempo pasa y por él circulan las relaciones afectivas que enlazan una cosa con otra. El desafío es claro, en estas circunstancias, ¿podemos seguir jugando con ellos?


Estoy sentado frente al celular, en la mesa, coloco los juguetes que traje del consultorio, títeres, autitos, muñequitos, animales de granja, osos, monos, cebras, leones en miniatura. Unos dinosaurios, unas máscaras, marcadores, hojas, plastilina, pequeños insectos (arañas, hormigas, moscas, cucarachas), pelotas, telas, aros, hilos, plasticolas y sogas.

Como si fuera un prestidigitador o titiritero artesanal, antes de comenzar la función, tomo distancia y miro todos los objetos disponibles. El escenario hay que montarlo en relación con la escena que todavía desconozco cuál será. Es el desconocimiento el que causa el deseo de querer jugar, una escena sin saber a ciencia cierta cuál será y mucho menos cómo se irá a desarrollar.

Muchas veces no se qué juguete elegir o cuál será la situación a desplegar, procuro dejarme llevar por la intuición del instante, o sea, doy tiempo para que surja el no saber. Intuir sensiblemente el gesto, el detalle de aquello que le pasa al otro en base a la relación que tenemos, a la experiencia que construimos juntos, en un territorio que nunca está delimitado por cuatro paredes o por un espacio encerrado, aislado en sí mismo.

¿Es posible sostener un encuentro con los niños a través de una videollamada por celular? ¿Cuándo sabemos qué tenemos que hacer? ¿Cómo comienza la intuición?

La intuición podemos esbozarla al ser sensibles a la experiencia relacional que surge cuando algo que todavía no es, tal vez pueda llegar a serlo. Es una sensación provisoria y real sostenida en el encuentro con el otro y abre las puertas de la imaginación en acto, pone en juego la realidad ficcional. Espero el horario de la videollamada… ¿Qué puede suceder hoy?


Pablo tiene tres años, hace menos de un año llego por primera vez con un diagnóstico de TEA (Trastorno del Espectro Autista). Resistimos dicha etiqueta diagnóstica, no me detendré en el inicio de todo ese período ni en el tratamiento realizado. Actualmente está empezando a hablar y a producir lentamente una experiencia lúdica con mucha más riqueza en una franca apertura hacia el mundo que lo rodea y lo aloja (con los padres sostuvimos varias entrevistas para generar el clima familiar que habilite el espacio lúdico).

La pandemia y la correspondiente cuarentena interrumpieron nuestras sesiones presenciales y pasamos a sostener encuentros virtuales a través del teléfono celular. La primera imagen que veo en la pantalla -luego de saludar a la mamá- es a Pablo mordiendo un muñeco de peluche, un perrito blanco de ojos saltones. Él me mira de reojo, alcanzo a saludarlo y miro la escena. Intuitivamente grito: “Ayyy, ayyy, pobre gua guau. ¿Le duele?, lo estás mordiendo…”; se detiene, me mira y en suspenso, expectante, espera… recurro a un títere del hombre araña, lo acerco a la pantalla cantando una melodía que lo representa y afirma: “Vengo al rescate, no quiero más mordiscos, al perro le duele, lo voy a defender”. Cuando muevo los dedos en señal de ayuda tarareo la canción del superhéroe. Pablo no deja de mirar, suelta espontáneamente al perro, se acerca sonriendo y exclama: “Siii, siii”.

A continuación agarra un dinosaurio de una caja, me lo muestra, lo acerca y lo aleja del celular. Aprovecho ese gesto actuante y tomo un dinosaurio que tiene la particularidad de hacer un sonido estridente cuando lo presionás. Lo realizo, al hacerlo, se detiene y espera. Nos miramos entre los “feroces” dinosaurios… ¿Qué está esperando? …el tiempo parece sustraerse. Suspendido entre un hacer y el otro, el “entretiempo” da espacio al “entredós” relacional, transferencial. Vuelvo a realizar el sonido que inunda la escena, muevo el Dino que cada vez más inquieto no se detiene, va de un lado al otro y en ese movimiento lo meto dentro de la remera. Grito: “Uyyyy, uyyy, se metió en la espalda… ¡Se sigue moviendo!, ahora está en la panza, va por los brazos” (cuando lo voy diciendo lo voy moviendo).

El escenario unifica la imagen de la pequeña pantalla, expectantes esperamos lo que puede suceder. Me detengo a mirar la mano donde tenía al hombre araña (con la otra muevo el dinosaurio) e intuitivamente, mirándolo, exclamo: “Llamemos al hombre araña, así lo busca al dinosaurio, lo calma y para de gritar y moverse”. Frente al celular, manipulo al muñeco y al títere, tras una breve pelea, se tranquilizan, atenúo la tensión. Finalmente terminan amigos, se saludan y se dan besos. Pablo se acerca y responde gestualmente a la escena.

Inmediatamente busca un delfín, lo acerca y lo muestra. Respondo cantando: “Un delfín que toca un violín, voy a cantar una bella marinera que lo espera para jugar y cantar a la su manera…”. Sorprendido, se acerca a la pantalla, ante esta actitud le muestro una ballena-títere, una orca que lo saluda contenta con una morisqueta. Pablo sonríe y corre a un balde donde busca algo y saca una vaca, la acerca y dice “muuu,muuu”, “que linda vaca”, respondo, al mismo tiempo busco otra que tenía en la mesa y hago otro mugido para poder jugar. Cuando la ve y la escucha vuelve al balde y trae una gallina que hace un sonido similar a un “kikiriki, kikiriki”, busco un pollito e imito el sonido y digo “ahh, son amigos… el kikiriki y el pío pío juegan juntos”. El pequeño hace el gesto afirmativo y dice: “Siii, siii”.

Sin mediación busca en una caja una araña gigante con forma de robot, encuentro entre mis juguetes una arañita chiquita. La coloco muy cerca de la pantalla y comienzo a subirla y bajarla (como si trepara por una tela). Sin proponérmelo, espontáneamente, mientras la muevo canto la canción alusiva a la acción que estoy haciendo… “michu, michu araña subió a la telaraña… michu… michu… araña”. La gestualidad extiende el espacio, se da a ver al otro, el tiempo parece superponerse entre gestos, musicalidad y un ritmo que tiene fuerza, una potencia que atraviesa la virtualidad como si fuera una tangente, una brecha locuaz en el tiempo del devenir. Es el modo que tienen los niños de construir la memoria subjetiva.

Vuelve a mostrar el dinosaurio, casualmente traje un cuento que se llama “la aventura de los dinos”. La singularidad que tiene el libro remite a que con un leve movimiento los grandes ojos saltones se mueven para todos lados, ellos se destacjan, sobresalen de los dibujos, todo lo cual le da un tinte vivaz, picaresco y divertido. Pablo, a un paso del celular, mira y escucha la historia entusiasmado con cada acción que presupone el alocado movimiento de los ojos. Los dibujos, con muy buen diseño, cambian a medida que paso la página y con cada uno de ellos realizo un sonido diferente: uno muy agudo, otro agresivo, violento, súper dulce o agradable. Algunas palabras, exclamaciones, onomatopeyas, acompañan el cuento que a su vez, de acuerdo a su reacción, va transformándose en otro que representa la gestualidad en el acto que implica leer una aventura con otro.

Durante unos minutos permanecemos en esa posición, de algún modo el entredós nos cuenta el cuento que contamos. El entretiempo sostiene un hilo invisible que sustenta la escena en múltiples dimensiones aún desconocidas que al narrarlas nos alojan, habitamos un territorio en el cual se entreteje en red la hospitalidad esencial para conformar la comunidad del “nos-otros”.

Al terminar encuentra un pequeño caballito y hace el sonido, “relincha”. Al verlo tomo un caballito de Play Móvil que tiene un jinete que puede subir a su lomo y montarlo. Pablo se ríe, y al caballito de él le monta un pato, sonríe y exclamo: “Que buena idea, tu caballo lleva un pato”… a continuación desmonto el jinete y pongo encima una rana. En este diálogo simbólicamente imaginario él saca el pato y monta una gallina, al ver el gesto bajo la ranita que se despide con el correspondiente sonido y pongo un perro (“guau, guau”), inmediatamente él coloca otro en el suyo y así jugamos durante un tiempo… sin tiempo…

Cada uno en su casa, en un espacio diferente, compartimos la escena, en red; ella sería imposible sin el otro, sin duda, conformamos un territorio. A través de la virtualidad armamos una “casa” imaginaria que no es la de él ni la mía, generamos un terreno sin sustancia, íntimo, lo que podríamos denominar lo “Nuestro”. Pablo se mueve por la habitación, va a la cama, el armario, a una cocinita, sube a un triciclo y en un momento se para frente a una caja de marcadores. Sorprendido alcanzo a decir “que lindos marcadores”, él, sin dejar de mirarme viene hacia el celular. Rápidamente, intuitivamente, tomo mis marcadores, acerco mi mano a la pantalla, y con la otra, con un marcador de color negro, comienzo a dibujar en la palma un círculo. Él permanece muy atento, al mismo tiempo que realizo los trazos canto: “Le hago una cariii… ta, ahora un ojiii… to, y viene el otro ojiii… to, llega el turno de la naaa… ríz, que hace siempre achís, achís. Ahora viene la boooo… ca, que ríe y come mucho, los dientes son un serrucho… oooooo”.

La musicalidad dramatiza la espontaneidad del encuentro. La mamá de Pablo festeja con él la escena. Ante un gesto que le hago, toma su mano y le dice: “Dale, te hacemos la carita como lo hizo Esteban”. Comienza a realizarlo y, a medida que lo va haciendo, desde mi celular, canto la melódica canción de la carita con todos los componentes y gestualidades posibles. Cuando termina festejamos y tocamos la pantalla carita con carita. El ritmo unifica el escenario.

Pablo mira, y exclamo: “Uy, ¿y mamá?, ¿podemos hacerle una carita a ella?”, él gira, le da un marcador y abre la palma de su mano, ella lo ayuda a realizar los trazos de otro personaje-carita, ella contenta con el dibujo, saluda y dice: “También a Papá”. Con el marcador hace el dibujo-garabato en la mano que ofrece el Padre. Los cuatro estamos con los dibujos, nos saludamos y jugamos a tocar al otro. Finalmente en medio de las gestualidades, juego de palabras y sonidos nos despedimos hasta el próximo encuentro virtual.


La pandemia nos separa, no podemos tocarnos, la distancia corporal ubica un umbral diferente, visible e invisible a la vez. Todos nos cuidamos de contagiar y ser contagiados. Sin embargo, a través de la video llamada nos miramos, hablamos y armamos una experiencia juntos. La distancia, el vacío, deviene un encuentro relacional, entretiempo donde sucede otra dimensión ciertamente desconocida. Sin duda hay un toque secreto en juego, no tiene un espesor, sino más bien un pliegue. El niño, en este caso Pablo, pliega el afuera a través de lo virtual, sin materialidad, genera un hueco que aloja el espacio íntimo de una hospitalidad redescubierta cada vez en cada encuentro.

La imagen virtual se transforma en el devenir de un gesto, los padres y el niño realizan la originalidad de abrirnos lo cotidiano: la propia casa. Nos invitan a recorrerla, compartimos la intimidad de un espacio privilegiado, cómplice, donde viven, sienten, piensan, descansan, aman y desean.

Para los niños la casa representa la experiencia del mundo, por eso pasa desapercibida como hecho en sí diferenciado, no lo pueden discernir porque forma parte de ellos, está más allá de cualquier significado. Lo cotidiano del hogar no es un sujeto, se fuga a la aprehensión, ellos la viven como parte suya, los unifica en la propia imagen corporal que cobra existencia en el quehacer diario. Cuando el tiempo se infecta como efecto dramático del virus, se encierra de manera tal que la cotidianeidad se manifiesta en lo real tornándose presente.

En esta situación, lo agobiante, el tedio y el confinamiento cobran fuerza y se opone al deseo vital de jugar, de desear otra escena. Por lo tanto, la repetición en vez de generar la alteridad de otra experiencia reproduce la misma hasta el hartazgo y la pasividad a riesgo de afectar la plasticidad e invertirla al provocar la potencia estallada, fuerza destructora, fractal.

La videollamada nos permite compartir lo cotidiano, abrirlo al otro produce una apertura posible. Los chicos nos muestran los juguetes, la habitación donde duermen, los muebles, las ventanas, los rincones de la casa. La apertura propone una nueva escena, conjuga la distancia y compone el entretiempo que sostiene la continuidad del “entredós” relacional, transferencial.

Compartimos un instante, un momento en el cual entramos y salimos de la casa; al hacerlo, armamos un puente con el afuera, abrimos lo cotidiano, jugamos con él, damos tiempo, lo donamos para que al irnos al finalizar la pandemia pese menos y él pueda fugarse en la próxima jugada para evitar la fijeza amenazante y punzante del virus, del bloqueo de lo siempre igual y de este modo posibilitar el movimiento del devenir al articular lo actual con el pasado en una imagen cristal que anticipa el posible futuro aún desconocido. Ayer una niña en la videollamada mira y dice contenta: “Vamos, vamos a dibujar el corona virus. Juguemos… vos tenés que dibujar uno y yo otro… tenemos que adivinar como es… vamos, vamos a jugar”.


Fuente :  Esteban Levin


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