martes, 12 de marzo de 2024

Autismo: Las conductas disruptivas, un problema bastante frecuente




Para que una conducta sea catalogada como disruptiva, es necesario que se cumpla una serie de requisitos, que hacen a la duración, a la intensidad, el grado de afectación y otros parámetros. Los niños portadores de diagnóstico de alguna de la múltiples formas de autismo tienen una propensión mayor a desarrollarlas. Más allá de la intervención de los profesionales idóneos en la materia, la de padres y docentes es vital, ya que comparten el día a día con los sujetos y, además de resultar una fuente informativa insustituible, son los principales efectores de las estrategias a emplearse.

Qué se entiende por conductas disruptivas
No hace falta ser un catedrático para saber que las conductas disruptivas son aquellas que apuntan al incumplimiento de las normas, a la desobediencia, a ignorar los límites que suelen estar aceptados por la sociedad, es decir todo ese heterogéneo conjunto de reglas y costumbres, muchas de las cuales, en realidad, no constan en ningún texto, pero que tienen una aceptación tácita.
Aunque algunas de ellas no tienen validación universal para todo el conjunto humano, dado que solamente son observadas en ciertos contextos culturales, otras, por el contrario, poseen algún tipo de uniformidad global, así como existen las que, aunque sirven en determinados ámbitos, no ocurre lo mismo en uno diferente dentro del mismo territorio.
Tampoco puede afirmarse que todas las conductas que implican disrupción son patológicas. Por el contrario, sobre todo durante la infancia, es habitual que los y las pequeñas se manifiesten en formas alejadas de lo considerado aceptable y que adopten posturas negativas, confrontativas, interruptivas, básicamente evaluadas como inapropiadas. Ello forma parte de la socialización, es decir, el aprendizaje acerca de lo que se puede y lo que no en los distintos ámbitos en que se desarrolla la vida y también hasta dónde, es decir, los famosos límites, función de los padres para acomodar al sujeto a su contexto social.
También debe excluirse de la cuestión aquello que es un producto directo de distintos problemas emocionales o físicos que son capaces de disparar reacciones intempestivas.
Otro aspecto que se señala acerca de este tipo de conductas es la persistencia en el tiempo. En general (y en el DSM V en particular) se exige que estas manifestaciones se prolonguen durante un término mínimo de doce meses para considerarse como patológicas.
La magnitud es otra variable a considerar. Si se trata de simples caprichos que generan pequeñas molestias, dichas conductas no entrarían en el terreno disruptivo, sino que para ser evaluadas como tales es necesario que causen malestar de cierta consideración, no solamente en quienes rodean a la persona, sino también en el propio sujeto. No todas las protestas, las desobediencias y demás son susceptibles de diagnóstico en alguna categoría patológica, aunque ameriten intervenciones profesionales.
Para el Manual Diagnóstico de la Asociación Estadounidense de Psicología y quienes se basan en el mismo, si bien no tienen una entidad propia, se las incluye dentro de los trastornos disruptivos del control de los impulsos y de la conducta, por lo que se las considera como patológicas.
De todas maneras, en la literatura específica dedicada se observa que se le da un reconocimiento como de entidad propia a esas manifestaciones cuando no son atribuibles a alguna causa prevalente, mientras que en los demás casos se trataría de una consecuencia secundaria de una afección, síndrome, trastorno o enfermedad primaria, como ocurre en en los Trastornos por Déficit de Atención, en los Trastornos de Conducta Infantil, en el Trastorno Negativista Desafiante y otros.
Las conductas disruptivas en los Trastornos del Espectro Autista (TEA) serían, precisamente, una derivación de dicha condición.

Las conductas y el trastorno
Entre muchas otras, las conductas disruptivas abarcan enfadarse, escupir, negarse constantemente, no dejar hablar a los demás, robar, ser vengativo, evitar el contacto visual, ocultar objetos de otros, intimidar, golpear, empujar, insultar, mostrar actitudes pasivas-agresivas, arrojar objetos, mostrar una actitud hostil y no prestar atención a quien está hablando.
En el caso de las personas con TEA, las más frecuentes son explosiones de enojo, irritabilidad, oposicionismo, desobediencia, respuestas agresivas y conductas autolesivas, aunque no se trata de las únicas, algunas de las cuales pueden amenazar la propia seguridad o la de terceros y en todo caso implican crear situaciones de tensión.
La frecuencia de problemas de conducta de los diagnosticados está en el orden del 57 al 90%, con eclosión a edades tempranas y permanencia a lo largo del tiempo. La dispersión numérica obedece a la falta de estandarización de datos y a la forma de relevamiento casuístico. Aproximadamente la cuarta parte de estos sujetos muestran patrones conductuales considerados como trastornos disruptivos.
La agresividad es una de las consecuencias que se presentan con mayor asiduidad. Cuando ella ocurre, el 69% va dirigido a las personas que se encuentran cuidándolos, mientras que en el 49% de las oportunidades a aquellos otros que no forman parte del círculo íntimo. Por lo que se advierte en los porcentajes, existe un solapamiento de casos, es decir que algunos portadores son agresivos tanto con los cercanos como con quienes no lo son.

Posibles causas de las conductas
Así como no se sabe a ciencia cierta por qué se producen estos trastornos, más allá de las hipótesis genéticas, ambientales, neurológicas (problemas de interconexión neuronal y baja activación de los circuitos de percepción social, entre otros) y otras que intentan explicarlo, los propios síntomas y las comorbilidades reconocidas parecen ser una pista importante para entender estos patrones conductuales alterados.
En el centro de las diferencias que se observan en las personas con alguno de los TEA se hallan cuestiones que podrían explicar el por qué de las disrupciones.
Uno de los aspectos clave es que buena parte de estas personas presentan una sensibilidad muchísimo mayor que los demás respecto de los estímulos que reciben, hipersensibilidad que explicaría la causa de reacciones desmedidas ante situaciones que parecieran no ameritarlo.
Por el contrario, una parte de ellos muestra una sensibilidad muy disminuida respecto del resto de las personas, lo que puede llevar a que algunos de los mismos acometan acciones que los pongan en peligro o que hagan lo propio con otros.
Otro punto central radica en lo que respecta a la empatía. Si bien existen diferentes evaluaciones acerca de si los denominados autistas son capaces de interpretar los estados de ánimo de los demás, se notan deficiencias en dicho rubro, sea por una incapacidad de fondo o por las dificultades de expresión que suelen padecer. Ello podría conducir a que no se respetaran ciertas convenciones sociales en lo concerniente a los sentimientos de sus interlocutores, pudiendo interpretar erróneamente que determinada acción es placentera para otro, cuando en realidad le resulta molesta.
Algunas cuestiones son posibles disparadores, como la inflexibilidad del cambio que muestran muchos de estos individuos ante variaciones mínimas e inesperadas en sus rutinas, por ejemplo, y la imposibilidad de organizarse, planificar y/o prever una manera adecuada de responder ante lo que surge sin previo aviso.
Se señala que en algunos casos estas disrupciones son estrategias de comunicación. Ello podría deberse a dos cuestiones. Una, a que así se obtiene lo deseado. La otra, que no se le ha presentado al sujeto otra manera de demandar.
Aproximadamente el 30% de estas personas porta, además, discapacidad intelectual y otro tanto presenta al Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad como una condición asociada, dos problemáticas que tienden a provocar conductas disruptivas.
Por su parte, también son relativamente comunes los tics, asociados o no con Síndrome de Tourette (15 a 20%, según algunos textos), lo que implica no solamente movimientos corporales llamativos, sino también ecolalias y otras manifestaciones fónicas y que asimismo puede incluir impulsividad en las conductas.
Otros problemas asociados frecuentes capaces de provocar esta clase de comportamientos son la ansiedad (por temor a la evaluación social negativa, fobias, situaciones imprevistas, etc.), tendencias depresivas y episodios psicóticos, y más.
Las dificultades con el sueño también son frecuentes en las personas con autismo. Distintas investigaciones reportan que entre el 40 y el 80% de los niños presentan inconvenientes en este aspecto que influye en una tendencia a estar más cansados e irritables.
Los trastornos del lenguaje son otra posible causal. Estos pueden ir desde alteraciones poco significativas hasta otras tan graves como las que se observan en aquellos sujetos que directamente no hablan o en esos otros que presentan lo que se denomina mutismo selectivo, esto es, que los sujetos no se comunican verbalmente sino con determinadas personas o en ciertos ámbitos, no haciéndolo en otros contextos. La imposibilidad de comunicar lo que les sucede lleva a que exterioricen su malestar como pueden, en muchos casos a través de conductas consideradas como disruptivas.

Detectar los disparadores e intervenir
Un aspecto a tener en cuenta es que las conductas disruptivas no suceden porque sí y mucho menos que la persona con alguno de los TEA las provoca intencionalmente.
Por otro lado, más allá de su habitualidad y sus eclosiones intempestivas, estos sujetos no están todo el tiempo realizando estas conductas, sino que existen momentos y situaciones que obran como disparadores.
Teniendo en cuenta que, de una manera u otra, las formas de comunicación entre los sujetos con autismo se hallan alteradas, es necesario prestar atención a distintos aspectos para saber qué ocurre, por qué y en qué momento.
Es importante que tanto padres, como docentes y profesionales de la salud observen y reúnan la mayor cantidad posible de información sobre esas conductas disruptivas, atendiendo a la posible existencia de un patrón que permita una intervención tal que ayude a impedir, interrumpir, detener o sustituir dicho comportamiento.
Entre los numerosos posibles puntos significativos a recabar se hallan saber la hora a la que ocurrió el evento (si sucede siempre a la misma o su producción es aleatoria), en dónde, quién o quiénes se hallaban presentes, qué actividad previa existió antes del incidente, la posible intervención de terceros en el desencadenamiento, quiénes resultaron afectados, cuál fue la duración y cómo terminó.
Otros aspectos a prestar atención tienen que ver específicamente con el individuo y su entorno. Por ejemplo, si es posible que tuviera hambre o sed, sueño, algún problema de salud o dolor, cansancio o agotamiento, si se expusiera a situaciones que le resultan estresantes o inciertas, hallarse en un ambiente no familiar, con personas desconocidas, en lugares con demasiados estímulos o que los mismos sean muy intensos, estar en ámbitos extremadamente poco estimulantes, etc.
Se advierte que es frecuente que se superpongan dos o más situaciones para que estas conductas se disparen o que incluso puedan ser causadas por problemas anteriores no resueltos o saldados en forma parcial, por lo que la tarea es más compleja de lo que parece.
Además de las estrategias, intervenciones y sugerencias que realicen los profesionales idóneos en la materia, el involucramiento de los padres y otros referentes (docentes, hermanos, etc.) es fundamental para evitar, atenuar la frecuencia o al menos limitar la intensidad y la duración de estas conductas.
En este sentido, pueden realizarse las adaptaciones ambientales necesarias para que el sujeto pueda estar más relajado, quitando aquellos estímulos que causan una sobreexcitación.
Anticipar las actividades, evitar las sorpresas (en la medida de lo posible), no realizar demandas ni dar órdenes de difícil cumplimiento, mantener tonos de habla bajos, evitar posturas corporales agresivas o que puedan interpretarse como tales, estimular la práctica de ejercicio físico que ayude a regular la excitación fisiológica, son algunas de las intervenciones que están al alcance de todos. Se recomienda que no se pase al extremo opuesto y que la estimulación sea tan escasa que termine por aislar a la persona del mundo. Por el contrario, la indicación es que se vaya pasando de ambientes muy controlados a otros más libres en forma gradual, atendiendo a los tiempos del propio sujeto para adaptarse.
Cuando existen problemas de regulación de la conducta, una buena táctica es introducirlos a prácticas que favorecen la autorregulación positiva. Y si resulta insoslayable exponerlos a situaciones o cambios que se sabe que pueden resultar estresantes, es mejor hacerlo cuando el estado de ánimo es positivo que cuando se encuentran en uno negativo.
Mantener estructuras y rutinas también es un buen aliado para evitar desbordes. Esto les permite acomodarse mejor. Los horarios prefijados junto con ayudas y recordatorios visuales ayudan a manejar las transiciones, así como la alternancia de actividades estimulantes con otras más relajadas suelen mejorar los problemas de conducta.
Por su parte, existen algunas de estas personas, sobre todo los niños, que crean una fuerte dependencia con determinados adultos y cuando los mismos no pueden prestarles la atención requerida hace que se irriten, por lo que en tal caso es necesario trabajar poco a poco la independización y lograr una autonomía lo más completa posible.
Los refuerzos positivos tienden a tener mayores resultados que los negativos. Ante cualquier aspecto de la conducta que desee cambiarse el mejor abordaje resulta de proponer actividades que sean de su interés, como juegos, paseos o lo que logre la modificación, sin excesos de presión sino realizando los intentos y los enfoques necesarios que los conduzcan hacia la conducta deseada. Cuando el sujeto está en medio de una manifestación indeseada, distraerlo o sorprenderlo con algo de su gusto o interés puede servir para sacarlo de ese estado. Durante las crisis, cuando es posible, en ocasiones es mejor dejarlos solos con algún objeto distractor capaz de tranquilizarlos, tomando las medidas de seguridad necesarias para prevenir lesiones de él y de otros.
A su vez, es mejor ignorar aquellas conductas que, aunque impropias, no producen daño ni molestias considerables ni al propio individuo ni al resto y enfocarse en las que sí lo hacen.
Por su puesto que cada persona responde de manera diferente a estos intentos regulatorios y lo que funciona en algún caso no necesariamente lo hace para los demás. Por eso es importante recabar información y estar atentos para reconocer los posibles disparadores, resolver los que pueden resolverse (dolor, hambre, cansancio, etc.), utilizar las estrategias adecuadas para intervenir en cada situación, así como el intercambio de información entre padres y docentes para brindar un marco más rico y homogéneo a las intervenciones bajo supervisión profesional.

Para terminar
En algunos casos habrá que recurrir a distintos fármacos para reducir la belicosidad, la agresividad, la agitación o los estallidos más virulentos, aunque, en tiempos en que la patologización de la infancia llama la atención y despierta las alertas de muchos profesionales, quizás debiera ser la última instancia, es decir, solamente para casos extremos o cuando todo lo demás falla. En general, suele recurrirse a diferentes drogas antipsicóticas, estabilizadores del ánimo y somníferos, entre otros medicamentos, todos los cuales tienen efectos secundarios a controlar.
Las aproximaciones señaladas no son las únicas ni tampoco resultan de aplicación tan sencilla en la vida real como aparecen en un texto orientativo.
Quienes mejor conocen las estrategias y los múltiples abordajes posibles y pueden amoldarlos a las necesidades propias y únicas de cada sujeto son los profesionales de la salud especializados en la materia, sin descuidar el rol central que ocupan quienes se hallan cerca de estas personas.

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